Epístola moral (a Claudio Sánchez Albornoz)
Maestro, por fin te he visto volver
y un ramalazo de emoción me ha traspasado el alma.
¿Por qué, Dios, este ahogado escalofrío
ha venido a remover las tibias ascuas
y a avivar el rescoldo estremecido
que apenas mi memoria alcanza?
¿Por qué, si has venido del olvido,
has desatado en mi pecho ignoradas nostalgias,
y has hecho vibrar mis dormidos sentimientos
removiéndolos con torbellinos de esperanza?
Porque, maestro, te he sentido en mi corazón
cuando, con sinceras y sentidas palabras,
nos has dicho, como en una explosión de silencio,
con humildad y pena desgarradas,
que sólo vienes a pregonar la PAZ y la concordia
y a pisar la tierra de tu Tierra,
y a descansar después,
y a morir, llegada la hora, en tu Patria.
¿Qué ha pasado, maestro, en tu vida?
¿Quién te empujó a abandonar tu España maltratada?
¿Cómo pudiste traspasar el horizonte
rompiéndolo con tu inmarcesible lanza
y, cabalgando en la noche de los tiempos,
mantener tu independencia intacta?
¿Qué días fueron tus días?
Y tus noches ¿fueron, tal vez, fantasmas
que intentaban, quizá, confundirte
gritándote que no valía la pena tu causa?
Que era, la tuya, una aventura inútil
y estéril, cual dijera a don Quijote Sancho Panza;
que estabas librando una batalla absurda
contra los molinos,
que eran gigantes en tu propia casa.
Sí, seguro que en tu duermevela
tendrías a veces esa sensación amarga.
Pero qué importa si has sabido remontar el vuelo
por encima de mentiras y vanidades humanas,
y has subido hasta lo más alto
para, desde allí, anunciar de nuevo el alba.
Y ahora te he visto llorar como un niño
mientras balbuceabas tan grandes palabras,
olvidando injusticias y errores domésticos
de una etapa larga, demasiado larga.
Pero escucha, maestro, mi viejo amigo,
no agotes tu exhausto caudal de lágrimas,
que ya muy cerca se adivina
la silueta de una PAZ fecunda y dilatada.
De una PAZ casi agostada por los fríos del invierno
a punto de estallar en primavera anticipada.
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