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Ángeles y demonios (y 4)




.../...

Era martes. Julio se despidió de Aurora y bajó al parking. Antes de llegar a su vehículo notó algo extraño, el lugar estaba más oscuro, la puerta se la encontró abierta y olía a tabaco en su interior. Miró en los asientos traseros, extrajo la llave de su bolsillo y conectó el motor de arranque. Se agachó para buscar debajo del asiento y en cuestión de segundos…

—¿Buscabas esto, colega?

Un hombre joven, desaliñado y de mirada profunda, le colocó el filo de su navaja en la garganta, al tiempo que por la otra puerta entraba otro, más joven aún, casi un niño, con gorra y gafas oscuras. El de más edad, abrió la puerta del coche y de un tirón obligó a Julio a salir. Su lugar lo ocupó el otro. El motor del vehículo comenzó a ronronear; Julio estaba de rodillas frente a su propia arma, mientras que su agresor miraba a un lado y a otro. En el momento que el individuo trató de moverse para subirse al coche, recibió la embestida brutal de Julio que lo empotró contra la pared. Ambos comenzaron a forcejear en un intento de agarrarse por el cuello el uno al otro; tan juntos estaban que no se golpeaban, la navaja blandía en el aire como una tremenda amenaza, sin el impulso necesario para encontrar una presa, pero sin llegar a desengancharse de la mano que la tenía asida. El más joven no se atrevía a salir del coche, esperaba con el vehículo en marcha, pero en vista de la resistencia que ofrecía la víctima, optó por ayudar a su compañero; sacó una navaja de su bolsillo y la clavó en el costado de Julio. Ante aquel tremendo pinchazo, cesó la resistencia del hombre, cosa que aprovechó su rival para intentar darle una nueva cuchillada, solo que…

—¡¡Eh, vosotros!! ¿Qué pasa ahí? ¡Socorro, socorro!

La súbita aparición de una persona de buen porte, dando voces y corriendo hacia ellos hizo desistir al mayor de los maleantes que tiró la navaja, se montó en el coche y emprendió la huida con su compañero al volante.

—¡Por dios, está usted herido! ¡Socorro! Aguante un poco que lo subo a mi coche… ¡Por favor, ayuda, ayuda!

Dos personas más aparecieron, se dieron cuenta de la situación, improvisaron un vendaje alrededor del costado del herido y lo introdujeron en el coche auxiliar que partió como un rayo en busca del puesto de salida. Los restos de la barrera de abertura estaban siendo recogidos por el vigilante que a poco resulta atropellado. La empleada de la limpieza no salía de su asombro, con las dos manos en la boca, aguantándose las ganas de gritar. A toda velocidad el vehículo salió del aparcamiento haciendo el ruido necesario para que todos se apartaran. Un patrullero de la policía vino en su ayuda y en pocos minutos estaban todos en la puerta de urgencias del hospital donde era atendido Julio.

Aurora se enteró del revuelo, de los dimes y diretes de la gente. y marcó el teléfono de Julio. No respondió. Temerosa, cogió en brazos a su hijo y se fue para casa de su madre.

Lupe abandonó el hotel y se fue a su tienda favorita, antes de que cerrasen. Mientras ojeaba un vestido, sonó su móvil, lo cogió y le entró una desazón por el cuerpo que un empleado tuvo que sujetarla para que no terminase en el suelo.

Aurora insistía en su llamada:

—¡Julio!

—Perdone señora, le habla la policía ¿conoce usted a…?

A la mujer se le atragantaron las palabras, pero tuvo energías suficientes para enterarse de los detalles y tomar la decisión de acudir al hospital.

En la noche del martes el pasillo que daba acceso a los quirófanos estaba lleno de familiares que esperaban la presencia de una bata para tener noticias de los suyos. Aparecía un señor uniformado en verde de los pies a la cabeza y con una mascarilla a medio poner; se producía un súbito silencio y un nombre rebotaba por las paredes hasta llegar a los oídos de las personas adecuadas…

—¡Familiares de Julio Venegas Jareño!

Lupe y Jaime e aproximaron al médico, tras ellos se encontraba Aurora.

—¿Son ustedes familiares?

—Soy su mujer   ⸺contestó Lupe.

—El paciente está fuera de peligro.

Lupe buscó cobijo en los brazos de Jaime y Aurora no pudo contener sus lágrimas que se vertieron pausadas ante la mirada de complacencia del facultativo.

—No se preocupen…tengo que pasar al quirófano, enseguida vendrá un auxiliar que les informará de más detalles.

—Muchas gracias  ⸺contestó Lupe.

Al darse la vuelta para regresar a la sala de espera, los ojos de Jaime y Aurora se encontraron…

—¡Cuánto tiempo!  ⸺dijo Aurora.

—Así es  ⸺contestó Jaime.

Medio aturdida, Lupe no terminaba de entender que hacía allí aquella mujer y menos de qué la conocía Jaime, se desprendió de él y se alejó del pasillo. El hombre mostró en ese momento las manchas de sangre que adornaban su camisa como si fuesen medallas obtenidas en el campo de batalla. Aurora lo despidió con la mirada, apoyó su espalda en la pared y fijó sus cinco sentidos en las dos lunas acristaladas de la puerta de entrada al quirófano.

J.R.Infante

 

 

 

 
 
 

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