Ángeles y demonios (3)
- J.R.Infante
- 17 feb
- 3 Min. de lectura

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Avanzaba la semana y Jaime no quería regresar al mismo hotel de la última vez, aunque su amante parecía haber encontrado el sitio ideal a sus encuentros.
—Ya sabes que no quiero salir de la ciudad, Jaime.
—Pero podemos cambiar a otro sitio, como otras veces.
—Ya te he dicho que para mí reúne las mejores condiciones, ¿qué pasa, anda por allí cerca tu mujer?
—No es eso, Lupe. Ya sabes que su círculo es otro.
—¿Entonces, a qué temes?
—No sé, me da mala espina, pueden llegar a conocerme, además: ¿a ti que más te da?.
—Ya te lo he dicho, no me hagas repetírtelo. Creo que en el fondo me ocultas algo.
—¿Yo?
—Por teléfono no puedo ver tus ojos, pero es como si los tuviese enfrente. Temes ser descubierto y eso es porque hay alguien conocido cerca, como si lo viera ¿quién es?
—Ya te he dicho que mi mujer…
—Sí, ya sé que tu mujer no está cerca de ese hotel, de lo contrario nunca hubieses aceptado que nos viésemos allí, pero intuyo que no me lo cuentas todo.
—¿Por qué dices eso, Lupe? Tú sabes que cuento las horas.
—Para que nos demos un revolcón…yo también, querido, pero una cosa no quita la otra, aunque ¿sabes lo que te digo?
—Dime.
—Para compensar tus miedos has de saber que noto un brillo extraño en la cara de Julio.
—¿Cómo qué?
—Más jovial.
—¿Sabrá algo?
—No lo sé, creo que no, pero está cambiado.
—Mejor para ti y para mí.
—Ya veremos.
—Ahora eres tú la temerosa.
—Se me pasará pronto, ya sabes que tu eres lo más importante, y no cambiaría la tarde del martes por nada del mundo.
—¿Ni el sitio?
—No empecemos, Jaime. Ahora te dejo, acaba de llegar, ha aparcado el coche.
Lupe colgó el teléfono y tomó el mando del televisor. Se acomodó en el sofá y esperó el leve roce de los labios de su esposo.
Bullía la plaza en toda su efervescencia, con todos los bancos ocupados, cola para subirse en el columpio y gritos de unos y otros corriendo tras una pelota que se negaba a penetrar en la improvisada portería que constituía unos setos de lantana. Los vencejos, las palomas, los motores de los vehículos, todo parecía que se había confabulado en contra de la cabeza de Julio, que hacía cuanto podía por evitar el lagrimeo, la tos y los mocos.
—Hoy estoy fatal, Aurora, lo siento.
—Lo lamento ¿te has tomado algo?
—Me resisto.
—De vez en cuando hay que sucumbir a la química ¿fuiste al colegio?
—No puedo faltar. La otra tarde me contaste mucho de vosotros dos, de lo mal que se llevan cuatro años de soledad…
—No me vayas a preguntar por el padre, eh, ya te dije…
—Que es un… ¡atchís! perdona... table, que desapareció en combate y esas cosas, pero no me dijiste nada de ti, de tus auténticos deseos.
—¿Es necesario?
—No estoy en condi… ¡atchís! ¡perdón! de contestar, si tuviese que decidirlo por el brillo de tus ojos…
—¿Eres adivino?
—A veces.
—Lo siento Julio, tengo que encender un cigarro, me alejaré un poco para no molestarte.
—No me molestas.
—¿A pesar de tu estado?
—A… ¡atchís! Tendré que irme pronto, tomarme el vaso de leche calentita y meterme en la cama.
—Te llamaré mañana para ver cómo sigues.
—¿Te gustaría ir el sábado al cine?
—Puede.
Julio bajó a la primera planta del subterráneo, se subió al coche y no pudo reprimir el deseo de meter la mano bajo el asiento y extraer el envoltorio donde ocultaba el arma: una navaja de grandes dimensiones y de fácil apertura brilló entre sus manos, pero su contemplación duró poco, terminó vencido por la congestión de las vías altas que no paraban de evacuar agua por uno y otro conducto. Arrancó el motor y salió del aparcamiento.
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