Provocación (1)
- J.R.Infante
- 16 sept
- 3 Min. de lectura
La vida solo adquieres sentido por el amor.
Es decir, cuánto más amor y capacidad de entrega poseamos, tanto más sentido tendrá nuestra vida.
Hermann Hesse
Todas las mañanas a la hora del desayuno Joselu sacaba de su nevera portátil la comida y sentado en unos ladrillos junto a sus compañeros, departía con ellos unos minutos de calma, lejos de la rutina de la obra… aunque en los últimos días, algo le llamaba la atención. A través de una fina tela agujereada que lo separaba del mundo exterior, aprovechaba para contemplar a una chica rubia que, descalza, daba vueltas alrededor de la fuente, sintiendo en la planta de los pies un reconfortante masaje al contacto con los chinos del suelo. Joselu no perdía detalle: su porte, sus delicadas manos, la finura de su piel; todo era para él atractivo, no había nada que le disgustase de ella. Aquel instante duraba el tiempo que sus compañeros se dedicaban a fumar, luego conectaban la radio y se producía el reencuentro del palustre con el ladrillo tabiquero. Pasados unos minutos la muchacha quedaba apoyada en el borde de la fuente contemplando el tibio fluir del agua.
A la sombra de un naranjo, un pintor sentado delante de su caballete, ataviado con ropa clara y sombrero de paja, trazaba líneas en un lienzo. Por momentos soltaba el pincel y tomaba una potente cámara de fotos para captar la expresión de los rostros de los descuidados transeúntes.
Por las inmediaciones de la fuente, desfilaba una hilera de turistas tras las huellas de un guía que a través de un micrófono los tenía informados sobre el lugar donde se encontraban. Algunos entraban en las tiendas, otros optaban por sentarse en los bancos de azulejos y otros tomaban agua para refrescarse. Joselu aprovechaba cualquier momento de asueto en su tarea para extasiarse con la contemplación de Jeannette. Ella abría los brazos, mostraba la blancura de su tez y parecía flotar entre nubes. En ocasiones, sonaba la música de una flauta, a cuyo son bailaba Jeannette. Desde un balcón cercano, un hombre con acento cubano charlaba con los camareros, dirigía sus operaciones ante la perspectiva que le daba la altura y procuraba sacarles una sonrisa, que nunca viene mal de cara a la clientela, que aunque no entendía el idioma, si que se fijaba en la expresión de la cara de quienes les atendían.
Joselu estaba tan ensimismado con la muchacha que en su primer día libre decidió volver al lugar donde solía verla, pero esta vez no como espía sino como alguien, que sentado en uno de aquellos bancos, rodeados de azulejos, disfrutase del aroma de los naranjos y el frescor del agua. Estuvo contemplando a Jeannette, llevando a cabo su ritual alrededor de la fuente. Luego, la muchacha, se acercó a una mesa y se unió a un grupo de comensales. Al levantar los párpados y mirar al frente tropezó con los ojos de Joselu que, nervioso, desvió su mirada. Sólo fue un instante; acto seguido el muchacho lleno de coraje posó sus sentidos en Jeannette con la esperanza de que volviese a mirarlo. Temía que de un momento a otro los nervios le traicionasen y le obligaran a dejar su puesto de observación. Ella volvió a levantar los ojos y en esta ocasión fue tan intenso el mensaje que el muchacho no supo reaccionar. Su inmovilidad le sirvió para que todo el proceso de ingestión de alimentos estuviera marcado por una conversación muda en palabras pero rica en interpretación de signos por la demoledora fuerza de dos miradas cruzadas. Hubo pausas, pero enseguida volvían a entablar diálogo y así hubiesen permanecido de no ser porque en un momento dado todos los integrantes del grupo de comensales se pusieron en pie y Jeannette los siguió. Él permaneció sentado, casi sin atreverse a romper aquel hechizo que le tenía clavado a los azulejos, hasta que sin saber ni cómo ni por qué, aquella mesa se despejó y su lugar fue ocupado por otra familia que esperaba turno para comer. Pasaron unos minutos hasta que Joselu fue consciente de su soledad, entonces se levantó y con pasos lentos, abandonó la plaza.
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