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En el hotel, abandonados a su suerte, los amantes retozaban en la cama como si fuese la primera vez que disponían de una oportunidad para estar juntos. Con los móviles fuera de cobertura y las persianas bajadas, la atmósfera creada en la habitación configuraba el marco que ellos buscaban para entregarse a sus placeres.
—¿No crees que debemos cambiar de hotel? ⸺dijo Jaime.
—Éste es de mi confianza ⸺contestó Lupe⸺, sé que nadie hablará más de la cuenta.
—Cuando las pautas se repiten, el juego comienza a ser peligroso.
—Soy adicta a las tiendas, nadie me echará de menos, y más cerca que está este hotel de mi tienda favorita, es imposible.
—A pesar de eso, la estrategia es fundamental en estos casos.
—¿A qué temes?
—¿A qué va a ser, mujer? A que nos descubran.
—Aquí estoy bien. La semana que viene pensaremos en otro lugar.
Antes de salir a la calle, Jaime se pasó por el mostrador y se despidió del recepcionista agradeciéndole la atención recibida, al tiempo que le dejaba un sobre que el empleado guardó en su bolsillo sin titubeo alguno. El hombre, con un maletín en sus manos, se aproximó a la escalera que le conducía al aparcamiento subterráneo, pero antes se fijó en un grupo de niños que jugaban con una pelota. “No puede ser…” Se ocultó tras un macetero de grandes dimensiones, extrajo de la chaqueta su teléfono móvil y marcó un número, esperó un momento, Aurora metió la mano en su bolso y contestó a la llamada…” ¡Joder, es ella!, pero ¿qué hace aquí?; nadie respondió. A toda prisa y con el miedo en el cuerpo, Jaime bajó los escalones y se fue para su coche sin prestar atención a nada ni a nadie, lo único que le apetecía era salir cuanto antes de aquel subsuelo que parecía aprisionarlo por momentos, tenía la impresión que le iba a caer encima el peso de la responsabilidad de cuatro años de olvido. Le dio a la llave de contacto, se iluminaron los faros y maniobró sin tener en cuenta el chirrido que los neumáticos de su vehículo producían, parecía que transitaba por la carrera oficial de una procesión de Semana Santa. Llegó a la barrera de salida, introdujo la tarjeta en la ranura y el brazo articulado se plegó sobre sí mismo, dejando que el coche accediera a la rampa de salida.
Acto seguido otro vehículo más modesto en cuanto a prestaciones, realizaba la misma maniobra y dejaba otra plaza libre. Al volante iba Julio.
En la cabina del parking, el vigilante de tarde, sentado ante los monitores, engullía un bocadillo de chorizo mientras le daba largos sorbos a una lata de refresco que tenía en la mesa. En una de las pantallas se veía la puerta de entrada a los servicios y en esa parecía que tenía centrados sus cinco sentidos. Comprobó la hora, se puso en pie y en dos grandes bocados dejó como una patena el papel de aluminio que envolvía su alimento. Al unísono una figura de mujer apareció en el monitor.
Con los cinco sentidos puestos en el movimiento de cadera de la chica de la limpieza, el vigilante se tocaba la bragueta, ansioso por la llegada de su momento estelar. Ella lo sabía, por eso forzaba las posturas eróticas y se desabotonaba el uniforme de cara a la cámara. Luego llegaba hasta el pequeño habitáculo del vigilante poniendo por delante el cubo de la fregona, ¿qué hora tienes, Rafael?, es que me he dejado el reloj en la taquilla, ¡La hora de comerte, cachito de pan! Huy, ¡qué equivocado!, para comerme a mí tienes que afilarte los dientes. Rafael se levantaba de su silla, pero antes de llegar a la puerta, la muchacha cerraba y ahí quedaba el hombre con su cruz a cuesta.
Era miércoles y sin saber por qué, Julio se hallaba en el parque infantil, como el día anterior, a la misma hora, distraído con el arrullo de las tórtolas. Antes de llegar al recinto de los niños, la vio, traía de la mano a su hijo y como era habitual en ella, el móvil enchufado en la oreja. No tardó en darse cuenta de su presencia:
—¡Hola, buenas tardes! ⸺Saludó Aurora.
—¡Hola!
El niño comenzó a corretear de un lado para otro y pronto se unió a otros que subían y bajaban por los distintos artilugios que conformaban la plataforma infantil. La madre le seguía con la mirada, aunque parte de sus sentidos estaban puestos en aquel hombre que permanecía sentado y que de alguna manera la mantenía inquieta. Por un momento dejó de hablar por teléfono, lo guardó en el bolso y se dispuso a encender un pitillo.
—No debería hacerlo, le dijo Julio.
—¡Ay, qué susto! No lo esperaba.
—Perdone, no era mi intención.
—¿Qué me decía?
—Que no debería encender el cigarrillo en un lugar como éste, ¿hace mucho que fuma?
—No tanto, es por los nervios.
—Pensé que para eso servía el móvil.
—¡Ja, ja,ja! Se ha dado cuenta, ¿verdad?
—Es que soy muy observador.
—Tiene usted razón, mejor no lo enciendo, además me sienta fatal el tabaco, debería dejarlo.
—Pues déjelo.
—No es tan fácil, no crea ¿usted no fuma?
—¡No!
—¡Ja, ja! Así se puede andar por ahí dando consejos…¡Julio!
—¿Julio?
—Es mi hijo, perdone…
Aurora dejó la conversación y se acercó a su hijo, que en sus carreras se había dado un tropezón, rodando por el mullido suelo como un pequeño barrilete. A los pocos segundos, se incorporó sudoroso y entre risas continuó corriendo tras sus amigos, que le habían sacado ventaja en el carrusel de obstáculos a superar y en el que se hallaban inmersos.
Al día siguiente, jueves, de nuevo fue Julio al parque infantil. Bastaba sólo su presencia para que Aurora se pusiese nerviosa y no se atreviese a dirigirle la palabra, pero Julio…
—¡Otra vez nos vemos!
—¡Ah, perdone, no me había dado cuenta!
—Mi nombre es Julio, puedes tutearme.
—El mío Aurora, lo mismo digo ¿Julio?, como mi hijo.
—Casualidades de la vida ¿vives por aquí?
—Desde hace poco, nos hemos mudado por el colegio del niño, pero ¿y tú hijo?
—¿Mi hijo? ¿Qué hijo?
—¿No tienes hijos? ¿Entonces qué haces aquí?
—Eso digo yo ¡ja, ja! Es una larga historia; me gusta el sitio, se respira bien, hay buena gente por los alrededores, se oyen las tórtolas…
—¡Para, para! ¿Y tú dónde vives?
—En el extrarradio, por el Este.
—¿Te gustan los niños?
—Soy maestro.
—¡Ah, qué chasco!, contigo no doy una ¿eh?, ¡ja, ja!
—Tu hijo parece muy espabilado ¿qué edad tiene? ¿cuatro? ¿cinco?
—Tiene cuatro años, yo trato de inculcarle todo lo que puedo, pero es que…
Aurora se detuvo un instante en su plática, buscó el bolso y extrajo de él una cajetilla de tabaco.
—Perdona, tengo que fumar.
—¡Adelante!
—Ahora…cuando ese pequeño demonio que anda por ahí dando saltos, desfogue todo su ímpetu, lo llevaré con mi madre que vive al lado de mi casa, entonces si te apetece podemos tomarnos una copa y charlar más tranquilos.
—Hoy es uno de esos días en que no tengo prisa para nada.
—¡De acuerdo! Anota mi número, llámame a partir de un par de horas.
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