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Foto del escritorJosé Rodríguez Infante

Ángeles y demonios (1)




La monogamia no es una condición natural para los hombres y las mujeres.

Algo que quería contarte.- Alice Munro

 

El niño no le temía a la altura de la plataforma; colgado de sus brazos se balanceaba de un lado a otro como si al caer lo hiciese sobre la lámina acuosa de una piscina. La mamá, sentada en un banco, charlaba y charlaba con alguien a través del móvil. De vez en cuando se levantaba a toda prisa y corría a sujetar al infante, antes de que se soltase de la barra y fuera a dar con sus huesos en las mullidas y olorosas losetas del suelo. Lo agarraba por la cintura y éste se carcajeaba a mandíbula abierta hasta que lo soltaba en el suelo; una vez libre del brazo de su madre corría de nuevo al comienzo del entretenimiento infantil, dispuesto a sortear todos los obstáculos antes de llegar a la barra. Su madre seguía con la mirada fija en el móvil.

Justo debajo de sus pies se hallaba una zona de aparcamientos, a los cuales llegaba un vehículo de color negro, con los cristales oscurecidos, del cual descendió un caballero de mediana edad, bien vestido y con una oreja ocupada por un móvil. Se abotonó la chaqueta, cerró el coche sin mirar, con la presión del dedo gordo sobre el mando a distancia, y caminó en dirección a las escaleras que comunicaban con la calle.

En la cuarta planta del hotel, situado a pocos metros de la plaza, el recepcionista abría la puerta de la habitación, en la que se introdujo una mujer joven, con gafas oscuras y un móvil sonando en su bolso.

—¿Dime Jaime?

—Estoy saliendo del aparcamiento.

—Sube a la planta cuarta, habitación cuarenta y siete. En recepción saben que te espero.

 

Esa tarde de martes, Julio se aproximó al parque infantil, compró unas golosinas y entretuvo su tiempo sin perder de vista la puerta de entrada al hotel. A sus pies llegó una pelota de goma de color amarillo, impulsada por un niño que la miraba de lejos.

—¡Ve a por ella! ⸺le decía su madre.

El niño veía la figura de aquel señor, tan serio, con la mirada distante, que apenas le prestó atención y no se atrevía a acercarse.

—¡Vamos, ve a por ella!  ⸺insistía su madre⸺, al final tendré que ir yo.

A la madre le distrajo una amiga, por lo que el niño se quedó sin atreverse a dar ningún paso, aunque tampoco quería renunciar al dominio que hasta ahora había ejercido sobre aquella esfera tan amarilla como el sol. Tiraba de la mano de su madre, pero ésta no le hacía caso.

—¡Perdone, señora! ⸺dijo Julio⸺ ¿Es de su hijo esta pelota?

Aurora volvió la cara y se encontró frente a una mirada profunda que le provocó cierto rubor. Esbozó una sonrisa y no supo qué decir hasta que sintió un nuevo tirón de la mano por parte de su hijo. La amiga con la que hablaba quedó como mera espectadora.

—¡Ah, sí, perdone! Es del niño que…

Julio se agachó, puso sus ojos a la altura del crío y le ofreció la pelota. El niño extendió una mano, la cogió y corrió a subirse al columpio donde había quedado una plaza libre. El hombre miró su reloj, se despidió de Aurora y se alejó del parque infantil. Antes de abandonarlo pudo comprobar cómo la mujer seguía sus pasos, pero no se atrevió a mirar para atrás. Se acercó al estanque, se entretuvo leyendo los titulares de algunas revistas que figuraban en la cristalera del quiosco, compró una y comenzó a leerla, posando sus ojos tanto en la revista como en la zona del parque donde se había quedado Aurora. Luego la plegó y descendió los escalones que conducían al parking. Comprobó lo solitaria que estaba la planta, a pesar de ser una hora comercial, calculó la distancia hasta la cabina donde se hallaba el vigilante y el lugar donde él había dejado su vehículo. Consultó su reloj de pulsera, abrió la puerta del coche y se sentó al volante. Permaneció en un duermevela intermitente que se veía interrumpido cada vez que oía abrir o cerrar una puerta; entonces palpaba debajo de su asiento y con las yemas de los dedos tocaba el paquete. La poca luz le impedía leer, casi lo prefería, no quería perder la concentración, consultaba el reloj, miraba a un lado y a otro, hacía algunas anotaciones y otra vez el duermevela. Así hasta que oyó el sonido de un cierre centralizado que le era familiar, consultó su reloj y esperó que el hombre accediera al coche. Oyó el ruido del motor, el chirrido de las ruedas girando por las calles del parking y el traqueteo del sistema de apertura, situado al lado de la cabina de control. Una lágrima se le escurrió por la mejilla y quedó enredada entre el vello de su cuidada barba. Apoyó la cabeza en el volante, esperó un par de minutos y acto seguido accionó la llave de contacto. Al salir del aparcamiento pudo comprobar que el vigilante departía sonriente con otra empleada, sin prestar demasiada atención al movimiento de entrada y salida de vehículos.

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