---------------   SONATA DE PRIMAVERA  -----------
Tengo que contar – no tengo más remedio – lo que, con más de ochenta y dos años, me ha pasado. Es como sigue:
El dÃa era soleado. La primavera empezaba a despuntar, los árboles pugnaban por desarrollar los incipientes capullos que, cual rosas primerizas, irÃan acumulando la savia a borbotones hasta que, como en una explosión de júbilo, proclamasen a los cuatro vientos la buena nueva. La primavera estaba en capilla, sólo unos cuantos dÃas soleados, las mañanas nuevas e intactas,  alargándose como recién estrenadas, las tardes avanzando poco a poco, dejando tras de sà un poso de melancolÃa, y voilá, la magia de la Naturaleza habÃa obrado el milagro de los dÃas azules y verdes, y ocres, y pardos; los paseos por la larga avenida que bordea el rÃo, las lecturas tranquilas y reconfortantes de los autores de siempre y, sobre todo, las tardes alargándose con periodicidad matemática, el sol poniéndose a las tantas y, en fin, la noche con su embrujo y su encanto, mirándolo todo desde la barrera, desde una cena frugal y sincrética, apenas nada para sentir el hálito de las remembranzas de antaño, vistas hogaño desde la corta distancia, y después, fumando el penúltimo cigarrillo, ir pensando en meterse en la cama, adoptar la posición buena, la de siempre, la de todos los dÃas y a vivir que son dos dÃas. Despertarse temprano, con el orto, mientras los pajarillos, criaturas del franciscano, pÃan alborozados, reclamando los cuidados de su madre que, diligente, ha salido, con las tinieblas todavÃa, a la búsqueda de vituallas. Y asà transcurren los dÃas tibios de esta sonata de primavera que quizá hubiese envidiado el Marqués de Bradomin, junto a la niña Chole, la mestiza, después de una de sus reconciliaciones.