EL CUENTO INFINITO
Érase una vez un dÃa como cualquier otro en las calles de San Francisco, pero no el que estás pensando, sino la ciudad de un pequeño paÃs latinoamericano. El cual habÃa sido abatido desde hace algunas décadas por la pereza y la vida nocturna. Hasta aquella frÃa mañana. Sobre el puente que unÃa las ciudades de Maracaibo y Valera. Una enorme nave de luces parpadeantes sacudió los vientos mientras descendÃa con sutileza hasta llegar a la tierra, desfilando sobre algunas cabezas calvas y otras huecas; también sacudió el agua del lago, las faldas de algunas mujeres voluptuosas y, provocó que algunas arepas terminaran en el suelo.
—¡Mamá, mira esa cosa! —dijo un niño, al correr despavorido hacia los brazos sus brazos, poco después de ver a esas enormes criaturas salir.
—Se equivocaron de lugar. Estados Unidos, se encuentra un poco más adelante —les explicó un chico, al recordar todas las pelÃculas de ciencia ficción hechas por aquel paÃs—. Asà que, pueden ir para allá y llegar revueltos por el triunfo sobre ellos.
Las bestias interestelares guardaron silencio mientras se miraban entre ellos, buscando entender lo que el muchacho les hablaba. Aquellos seres silenciosos podrÃan sostener una inocente mirada que sobresalÃa sobre su horrible aspecto —de osos apestosos— cruzados con el hombre; eso eran: mitad osos, mitad hombres y tal vez, también mitad cerdos. No era una grata combinación pero los ciudadanos de aquel pequeño paÃs de América Latina pero no parecÃan tenerles miedo a esas criaturas. En parte, esto se debÃa a ese silencio amistoso que aun conservaban y por sobre cualquier cosa, el carácter de estos gentiles jugaba un papel fundamental ante cualquier desastre. Ya habÃan padecido tantas cosas horribles en el pasado, asà que unos alienÃgenas; no les causaban temor. Hasta una pequeña niña tuvo la valentÃa de acercárseles, solo para darles una flor que yacÃa entre sus extraños pies desnudos.
—Señor, ellos no tienen miedo —dijo uno de los extraterrestres con asombro—. ¿Qué haremos ahora?
—¿Dónde nos encontramos? ¿Estamos en México?
Los ciudadanos pudieron escuchar con atención, aquello que el alienÃgena pensaba que habÃa susurrado.
—¿Acabas de decir que están en México?
—Parecen mexicanos —dijo queriendo bromear con él. Esas bestias eran tan humanas como nosotros.
—No sé cómo funcionen las cosas en tu planeta pero en la tierra no aceptamos ofensas y, pensar que todos somos iguales; es una muy grave.
—¿Cómo podrÃa ser eso una ofensa? —explicó con una enorme sonrisa—. Mi querido humano, todos somos iguales, a pesar de que somos diferentes, pero es eso lo que nos hacen ser criaturas digna de este universo. ¿Cómo podrÃa ofenderte ser considerado igual a tu hermano de otra nacionalidad?
Todos quedaron en silencio ante el discurso de la bestia mitad hombre y, que al igual que en las pelÃculas: llegó con su tripulación desde las estrellas más lejanas de todo el universo «en son de paz».
—Gente de todas las edades, damas, caballeros, niños y niñas. No se asusten por nuestra presencia. Hemos venido en paz. Por siglos hemos estado ocultos detrás de la luz de las enormes estrellas que rodean nuestro sistema, bajo la mirada fulminante de nuestros padres: Saturno, Júpiter, Plutón, Marte; incluso, bajo la penumbra del sol y de la luna. En nuestra pequeña nave, hemos recorrido cientos  [...] ¡No! Miles o tal vez, millones de mundos que se encuentran ocultos; por aquà y por allá. En cualquier lugar, en todas partes de todas partes.
Los seres galácticos además de, poder hablar nuestro lenguaje también lo hacÃan con majestuosidad. La voz de un joven adulto con tanta sabidurÃa era la que entonaba aquel panfleto ideológico que, de ser humano; seguramente hubiera sido un polÃtico en la tierra. Aquel repugnante aspecto y maloliente de oso remojado en cloro con pescado; era opacado ante la presencia de un narcisista en potencia que disfrutaba escuchar su voz al hablar e hipnotizar con la belleza que emanaba de su tono. El lÃder hablaba de paz; como solo un budista lo harÃa, mientras que sus secuaces en el fondo no pudieron contener sus risas burlonas.
Se trataba de cuatro seres de otro planeta; enormes y muy parecidos a los osos, jorobados, con los ojos saltones y cristalinos, narices de trompeta, piel escamosa pero cubierta por un extraño pelaje marrón amarillento; con enormes dientes, filosas y muy largas garras y con pies gigantescos. Érase otro dÃa más sucumbido por un polÃtico cualquiera de América Latina.
—¿Paz? Yo no les creo nada —interrumpió molesto en medio de la multitud, un anciano harapiento vestido de militar—. ¿Por qué habrÃa de creer en su paz? Son seres extraterrestres. Dueños del mundo y, seres superiores a nosotros: simples mortales de carne y huesos. Hablas como polÃtico, mi amigo alienÃgena. Quieres vendernos las estrellas pero ambos sabemos que no es verdad y que solo quieres vernos las caras de idiotas.
—Señor, lamento escuchar eso. Lástima mis sentimientos, al creer que hemos venido para hacerles algún daño. Usted, es todo un buen caballo viejo de este suelo llano. Atesoro la chispa que alberga en su corazón para defender su árida tierra, pero se los aseguro: venimos en paz. Durante siglos los hemos tenido al acecho y solo con la esperanza de que este dÃa, finalmente llegara. El dÃa en el que les podemos traer nuestro obsequio.
—¿Vinieron desde tan lejos solo para darnos un regalo?
El anciano estupefacto, habÃa quedado prendado por la brillante mirada del monstruo. Las bestias tenÃan a su merced al pueblo del ancho lago.
—Contemplen su tesoro. —dijo, al levantar una reluciente moneda bañada en oro. "Podrá parecer algo común, seguramente piensan que eso lo tienen en el planeta. ¡Pero, no es asÃ! Este es el pequeño medallón de la paz, también conocido por nuestros muy antiguos ancestros como «La Moneda de La Felicidad», llamada de tal manera por unos textos antiguos del año dos mil veintidós, provenientes de su planeta. Se dice que en las manos del humano correcto; todo el Planeta Tierra, habrá mejorado para siempre.
—¡No puede existir tal cosa! Estas mintiendo.
Gritaron iracundos, al momento que se armaban con sus picos, palas, rastrillos, escobas, rocas; bates y chatarras que era común encontrarse por las calles.
—La felicidad es el amor. —les dijo, para explicar aún más fuerte al momento de colocarles el medallón de oro en frente de sus ojos—. Y el amor, yace en todas partes. Esa es la felicidad y esa es la moneda de la felicidad. ¿PodrÃan soportar el peso de la felicidad? Bajen sus armas y formen una fila, de uno en uno; irán sintiendo la felicidad y, solo aquel que la soporte tendrá nuestra verdadera ofrenda de paz.
Aquellos ciudadanos temerosos no dudaron en ningún momento para obedecerlo. El oso mitad hombre fue dejando en sus manos aquella brillante joya dorada para poco después verlos partir hechos espumas hasta volverse nada. Uno a uno fueron sufriendo tales atrocidades, uno a uno fueron cayendo hasta volverse nada.
—Humanos, ustedes no quieren la felicidad. En sus corazones se encuentran otros deseos. Albergan la oscuridad que los consume al tocarla. Tienen el corazón de adorno, aun siendo los favoritos de los ancestros; se han vuelto simples cajas sin nada dentro.
—Solo son excusas —dijo aquel chico que lo habÃa confrontado con anterioridad, pero esta vez temblando del miedo—, están aquà solo para acabar con nosotros. La moneda de la felicidad no existe y solo querÃan acabar con nosotros.
—Tú pareces ser un buen chico, toma la moneda.
Esta vez no pudo controlar su enojo, la habÃa deslizado entre sus cejas, rodeando sus coloradas mejillas hasta hacerla patinar por la curva de su nariz y dejársela ante sus ojos caÃdos por la angustia.
—Dime tu nombre.
Dijo el joven volviendo la vista hacia el ser intergaláctico.
—Mi nombre es impronunciable para el lenguaje humano, pero puedes decirme: Dios o LÃder Supremo —respondió sonriendo hasta tener sus ojos saltones de un intenso color rojo. El chico solo pudo continuar conservar la calma en completo silencio.
—¿Por qué siempre nos venden cosas apelando al amor? —inquirió con su mirada penetrante sobre los ojos de aquella bestia mitad hombre—. No sirve de nada hablar o escribir sobre el amor sin amar. La desértica tierra de la que provengo ha nacido de la creencia del amor, pero no por creer en el amor sino por creer en quienes lo usan a su favor y hacernos daño después. Suenas igual a nuestros otros lÃderes supremos, señor oso.
—¿Sabes lo que es el amor?
—Es la felicidad ¿No es as�
—SÃ. Lo es, es la felicidad. —dijo la bestia tomando la mano del chico para descansar el medallón sobre su palma—. Tomala. Siente la felicidad, ya debes conocerla asà que no tienes por qué tener miedo. Necesitas despertar, muchacho. Cuéntame un poco de ti.
—Nacà aquà y...
—Mientes. No lo recuerdas. No naciste aquÃ, trata de recordarlo.
—Creo que [...] deje una olla con frijoles en la cocina, debà apagarla antes de salir de prisa en búsqueda de mi madre; estaba enferma. TenÃa que cuidarla. Los frijoles no eran importantes, no tanto como mi madre pero...
—¿Pero? ¿No lo recuerdas? —dijo interrumpiendo el silencio del joven hombre que trataba de poner en orden sus pensamientos—. ¿Tu mamá, se encuentra bien?"
—Mi mamá esta perfecta. Goza de muchÃsima salud. Esta sana y me espera en casa; aguarda por mà con un tazón de frijoles negros y queso para almorzar, pero ustedes llegaron a robarnos nuestra paz. ¡Lárguense! ¡Váyanse de aquÃ! [...] ¡Mamá! ¿Mamá, dónde estás? ¡Vuelve, ellos regresarán a su planeta!
—Felipe...
—¿Sabes mi nombre?
—Toma la moneda y vuelve, ya que, San Francisco ya no existe.
—¡Eso es culpa de ustedes, bestias!.
—No, no es asÃ. Felipe, la tierra que recuerdas es solo un pueblo abandonado que sucumbió a los años que permaneció bajo el yugo de la soledad y, todo sucedió por el éxodo masivo que hubo en tu paÃs. No quieres recordarlo, porque quedaste solo, completamente solo; en un paÃs que nadie quiere recordar y mucho menos restaurar. Vuelve con nosotros, Felipe. Toma la moneda y despierta, o sube a la nave y refúgiate una vez más pero decÃdete ahora mismo.
—¿Cómo sabes todo eso? ¿Cuál nave? ¿Y porque ahora visten de blanco tus colegas extraterrestres?"
—Solo lo sé —le dijo con una maligna sonrisa—. Porque no somos eso, y ellos son los enfermeros que se han encargado de cuidar de ti desde tu llegada...
—¿Desde que llegue? ¿De dónde? ¿Dónde estoy? ¿Qué es este lugar? ¿Quiénes son ustedes, bestias?
—Felipe. —continuó diciendo su nombre, para luego suspirar y sentar el joven en una silla que le habÃan dejado hace un par de horas y explicarle lo ocurrido—. Otra vez has perdido la cordura junto con tus recuerdos. Estás en el hospital psiquiátrico pero no es de tu ciudad, ni siquiera es de tu paÃs. Ese paÃs ya no existe, al igual que la ciudad de San Francisco. No existen, ya nada existe, Felipe. La soledad acabó contigo después de la perdida de tu madre. Hace algunos años atrás; te encontraron unos soldados bajo los escombros de unos pedazos de chatarras oxidadas. Los médicos lograron reanimarte pero tu mente no corrió con la misma suerte.
—¿Es esto algún truco de la moneda de la felicidad?
Dijo sollozando sobre la vestimenta del médico, que se mantuvo sereno e indiferente ante la irreverente pasión por la vida que aun albergaba el joven Felipe en su corazón.
—Mi querido Felipe, no es ningún truco y, esa moneda de la que tanto hablas, lamentablemente, debo decirte que tampoco existe —le dijo el terapeuta acercándose, todavÃa sonriente—. Tienes un hermoso cerebro, Felipe. Es toda una belleza; es tan grande e imaginativo. Es una pena que hayas nacido en el lugar equivocado. Pudiste ser un gran cineasta o tal vez, un gran escritor. Ya es hora, Felipe. Es hora de dormir, buenas noches.
—¿Qué piensan hacerme? ¡No! ¡Suéltenme, bestias! ¡No!
Felipe fue acorralado por los enfermeros que lo sujetaron de sus piernas y brazos. Lo ataron con fuerza hasta marcar todas las venas de su cuerpo. El chico gritaba de agonÃa mientras lloraba por el miedo.
—Mi querido Felipe, ya es un buen momento para descansar —continuó insistiendo, mientras que con un marcador le dejaba en su frente unas grandes y gruesas lÃneas negras—. No temas, no sentirás nada. El médico rio a carcajadas, un poco antes de pasar el bisturà por encima de las lÃneas. Felipe se retorció de dolor junto con sus últimos alaridos.
Y el joven despertó. Despertó, a mitad de un terreno baldÃo sin poder recordar nada, para luego voltear y encontrarse con un grupo de personas vestidas de rojo que ovacionaban con alegrÃa el polÃtico que hace poco habÃan elegido.