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Foto del escritorShanti Coral

Memorias de un poeta

Mucha gente aquí dice que las amistades no caen del cielo, lo aseveran viejos y jóvenes, pero yo sé que se equivocan, puede usted creer en mi palabra, puesto que estuve allí cuando sucedió, cada día de mi vida lo recuerdo, yo era apenas un muchacho, y en aquel entonces el mundo tenía otra forma, especialmente ante mis ojos.

Mi padre era un hacendado rico, que había heredado la tierra sin conocerla, al igual que su padre, y el padre de su padre, desde luego, todos se habían mantenido de trabajadores asalariados por una miseria, y se esperaba que yo siguiera la trayectoria familiar con el orgullo de león que él se acuñaba solo, pero, al menos esta vez, la madera no le había salido al árbol. Yo tenía dieciséis y el mundo estaba lleno de novedades para mí, de modo que más que comprendiendo el funcionamiento de la empresa, como haría cualquier buen mozo, me la pasaba evitando a mi padre, era un joven solitario, y, quizá por efecto secundario, un apasionado lector de poesía. Naturalmente solía leer a escondidas, a luz de las velas bajo el cobijo de algún árbol de las hectáreas a nuestro nombre, y allí, una noche de verano, ocurrió el milagro.

La brisa soplaba sin recato sobre mi rostro, y la calma propia de los noctámbulos se había apoderado de mí, cuando de la nada un golpe estruendoso irrumpió al lado mío, ¡Quizá el peor que haya escuchado!, en seguida sobrevino un resplandor incandescente que había opacado por completo el brillo de mi vela, e incluso me había hecho levantar la mirada de mi libro, cosa prácticamente imposible bajo cualquier otra circunstancia, lo que encontraron mis ojos me dejó atónito. Una frágil señorita se sacudía el tremendo sentón que acababa de darse, y cada poro de su piel parecía resplandecer, ella era hermosísima, como ninguna chica que hubiera visto antes. Me devolvió unos ojos redondos como platos, seguramente estaría tan asustada como yo, me lo confirmó cuando, así, de repente, ella rompió a llorar. Yo no sabía que hacer, intenté hablarle, pero estaba demasiado ensimismada en su llanto, mi propia sorpresa era tan grande que opté por tratar lo único que los disparates eventuales me permitían, auxiliarla. Busque desesperado algo que me ayudara a distraerla de su angustia, ¡Cualquier cosa sería buena!, lo único que encontré fue un rosal, le regalé una de sus flores. Ella la aceptó, extrañada, y como si se tratase de algo nunca visto, la llevó a su nariz para olfatearla, la curiosidad surtió efecto y las lágrimas cesaron, luego de unos minutos incluso se animó a articular palabra, y con una voz similar al sonido dulce de las campanillas de cristal confesó.

—Me he caído.

—Pero… ¿caído de dónde? —. Quise saber yo, mi cabeza hervía.

—Del cielo.

—Señorita, me temo que eso no es posible…

— ¡¿Qué no ve que no soy una señorita?!

—¿A no?, ¿Y qué es entonces?

—Una estrella, ¡Me he caído del cielo!, y seguramente que ni el sol ni la luna notarán mi ausencia hasta pasada toda la noche, vera usted… mis hermanas y yo somos tantas que eso les toma contarnos.

Tenía muchas razones para no creer en su palabra, pero el resplandor de su piel y el calor que irradiaba me pedían otra cosa, simplemente no había explicación lógica para lo que nos sucedía, y, teniéndola enfrente, lo disparatado parecía dudar de ella. No sabía cuál sería el código de cortesía de las estrellas, así que me limité a invitarla a pasar mi casa, que quedaba a poca distancia, ella no tenía a dónde más ir, de modo que aceptó, una vez dentro se me quedó mirando y expresó sus preocupaciones.

—¿Y ahora?, ¿Qué es lo que voy a hacer?

Yo, que sabía por todos los cuentos de los sembradores que las estrellas eran en esencia buenas y confiables, y, he de admitir, embelesado por un ser tan fascinante, le ofrecí que se resguardara en secreto en mi domicilio mientras esperaba.

—Además —. Aseguré para consolarla —Puede emplear a bien su estancia aquí en la tierra, puede verse a sí misma como… como una extranjera que recién conoce un lugar nuevo. Por cierto, me llamo Noel, ¿Y usted?

—Las estrellas no tenemos nombre, los nombres son cosa de humanos. —Respondió airada.

—¿Cómo me refiero a usted entonces?

—Con estrella bastará —. Me sonrió ella.

Al principio me sentía como un pésimo anfitrión, pues mi invitada era muy callada, pero conforme ambos nos fuimos sintiendo más cómodos con nuestras respectivas presencias me di cuenta de algo, Estrella resultaba bastante fácil de entretener, por decirlo de algún modo, pues la mayoría de los placeres de la vida, o al menos, los propios de la tierra no existían en el cielo, por ejemplo, Estrella no sabía lo que eran las burbujas de jabón, y se quedó profundamente fascinada cuando se las mostré. Tampoco Sabía lo que era meterse en otros mundos mediante un libro, ni abrazar un peluche, ni jugar con las sombras de las manos, ella parecía incluso más nueva que yo, pese a los cientos de años que llevaba en la existencia. Nos tomó poco descubrir lo bien que nos caíamos, lo cómplices que éramos en materia de curiosidad. Ambos recorrimos la casa lentamente, por el mero gusto de hacerlo, y para ella había tesoros en cada rincón, todos los cachivaches la cautivaban, todas las pequeñeces la asombraban, era un deleite observar las caras que ponía, se lo digo a usted, no había mejor compañía para un soñador.

Allá arriba en su casa no existían las máquinas tan raras, me señaló cuando llegamos a la habitación del fonógrafo, ella se sentó a examinarlo, y me hiso preguntas sobre su funcionamiento, una tras otra, sin parar. Antes me quedé yo sin respuestas que ella sin interrogantes, por lo que, en una improvisación avergonzada por mi falta de información, lo hice sonar. Como me enteraría después, Estrella no conocía las canciones de amor antes de eso, pensé en centenas de años sin bailar y me pareció una injusticia terrible, ¡había que corregir eso de inmediato!, pienso ahora que ha pasado el tiempo, que era inevitable que una estrella y un poeta se conocieran sin estar destinados a baila juntos por lo menos una pieza.

Después de que Estrella probara la danza el resto de la velada fue como agua entre los dedos, el tiempo se había convertido en algo sin importancia, hasta que el resplandor de la ventana nos sorprendió a los dos, se hacía de mañana, y ella tenía que irse como había llegado, así, de repente. La abracé con todas mis fuerzas y le prometí que la recordaría, ella me correspondió asegurándome que yo tendría en todo momento a una amiga en el cielo, y ese día se fue alejando de mí sin que yo pudiera evitarlo, no obstante, de algo estoy seguro, los años que he ido acumulando no los pueden contar ni todos los dedos de mis nietos, y ningún día he sentido carencia de compañía por las noches, Estrella me curó la soledad.

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