Es una noche muy oscura. Hoy la luna no ha querido salir a alumbrar los pecados de este pueblo. Solo se escucha el sonido de los grillos y se percibe alguna que otra pequeña lagartija correteando, tratando de alimentarse a estas horas.
Me coloco en el suelo, apoyando mi espalda en el muro de piedra que separa nuestra huerta del prao de la Celestina. Al hacerlo, los salientes de la pared se clavan en mis carnes, en mis huesos. Mis ropas están hechas jirones.
Toco por fuera el bolsillo izquierdo de mi pantalón para asegurarme, una vez más, que cuento con mi navaja. Con todo este ajetreo podría haberla perdido fácilmente. Me la regaló mi madre y siempre la llevo conmigo.
Escondido tras la pared, en esta calurosa noche de verano, puedo sentir el murmullo del agua. Proviene de uno de los arroyos que desemboca en el río Gofio. Se nota levemente la humedad que proporciona su cercanía.
El fuego, atrapado por la tierra abrasada durante el día por el sol de julio, me sube por las piernas, por la espalda, hasta llegar a mi frente.
Estoy sudando. Tengo el corazón acelerado y la cabeza llena de imágenes de hechos pasados. Ideas y frases se amontonan en mi cerebro, pasan por delante de mis ojos, retumban en mis oídos martilleando mis neuronas. Hace un buen rato que he perdido el control de mi cuerpo, y más aún, de mi mente.
Aún puedo saborear la sangre en mi paladar. Cada vez que trago, ese dulzor metálico se junta con mi saliva recordándome lo sucedido. Noto la cara ardiendo, producto de las heridas. Mi estómago, encogido y vacío. Mis ojos ya están secos.
Aún con todo,…, no siento dolor. No siento nada.
Estoy solo, absolutamente solo. Me veo abandonado en este mundo, sin abrigo, sin abrazo que me arrope y apacigüe la quemazón que recorre mis entrañas.
Mi pequeña duerme y está a salvo. Ella me echará de menos.
Los últimos tres días han ocurrido demasiadas cosas para un hombre como yo.
En cuestión de pocos minutos comienzo a tener sensación de mareo en mis ojos, en mi cuello, en mi cabeza. Un pequeño vaivén incontrolable asociado a la sensación de placer que produce una rápida bajada de tensión. Mi mente comienza a despejarse de todos esos demonios que la ocupan sin control.
Es la pérdida de sangre. Miro relajado mis muñecas y cierro los ojos por última vez.
Frío, tranquilidad, silencio,..., infinita sensación de paz.
Viernes 21 de Julio de 1933.
Otro día que amanece haciendo demasiado calor. Es verdad que estando en Julio es lo normal, pero ya se siente uno cansado nada más apoyar los pies en el suelo.
Esta noche he dado muchas vueltas y Manuela tampoco ha dormido bien. De madrugada he notado cómo se levantaba y bajaba a la cocina, supongo que para tomar alguna de sus hierbas. Desde el parto de Clara le quedó en el estómago mucho ardor, una revoltura que le impide dormir bien. Su madre le dice que es normal, herencia de la familia y que ya se quitará con el paso del tiempo. Además las mujeres deben estar dispuestas a lo que les mande Dios cuando se quedan preñadas, es su sino. Creo que mi mujer no está muy de acuerdo con esas ideas de su madre, pero es mejor no discutir con Doña Consuelo.
Manuela se toma en infusión la mezcla de menta, hinojo, manzanilla y laurel que ella le proporciona machacadas, cada vez que “su estómago toma el control de su cuerpo”, son sus palabras. Según dice mi amor, es tal la quemazón en su garganta y en la boca del estómago, que le cuesta trabajo respirar, le dan palpitaciones y hasta el mal humor se apodera de ella.
Yo intento convencerla de que debería visitar a un médico, pero cada vez que lo hago, ella solo sonríe, me besa suavemente y, atusándome el pelo de la nuca, me dice que no es importante. Sabe que no hay dinero para todo.
Nuestra huerta y los animales que tenemos dan poco más que para nosotros mismos. Con los jornales de mi trabajo en las eras del Tío Francisco y labrando las tierras de los Solano podemos llevar a Clara al colegio, comprar ropa, zapatos, y arreglar lo que se rompe aquí y allá de la casa. Si no fuera por los pellizcos de mi suegra creo que muchas noches no cenaríamos caliente.
Además en Monvellín ni siquiera hay practicante. Si necesitas algo más de lo que puedan saber entre Agustina la de Amalio y el veterinario Don Jacinto, tienes que ir a Castilleja del Fresno.
A Don Jacinto le hubiéramos preguntado por algún remedio casero para esta dolencia, pero es más cosa de Agustina, intima amiga de Doña Consuelo, que es quien ha preparado las hierbas para las infusiones, así que no ha lugar.
Pronto llegará el domingo. Me gusta ver a Manuela cuando se baña en el balde y se arregla el pelo para ir a misa, huele tan bien... está tan bonita con su vestido largo y sus zapatos negros,... Creo que le sentaría mejor si se pusiera algo colorido, pero desde que murió mi suegro tiene que llevar luto, aunque solo sea por respeto a su madre y sus hermanas.
Mi esposa es una mujer joven y muy hermosa. Anchas caderas y grandes senos sobresalen en su cuerpo de piel suave y blanca. La naturaleza le ha bendecido con unos enormes ojos grisáceos, acompañados de una sonrisa que deslumbra allá por donde va. Es la mujer más bonita del pueblo y seguro que también de la región.
Nos conocemos desde pequeños, desde el colegio. Siempre hemos sido buenos amigos y hemos sabido acompañarnos en los buenos y en los malos momentos. Recuerdo cuando entramos en la edad en la que las hormonas se revuelven en tu interior, manifestándose más de lo debido en el exterior. Tengo en mi memoria guardadas sus primeras miradas, bajando los párpados, de manera inocentemente sensual. Desde que las vi supe que era el amor de mi vida. Podría tener aventuras o incluso casarme con otra mujer, pero no dejaría de pensar en ella.
No soy mucho de creer en Dios. Bueno de creer en Dios sí, es en la Iglesia en la que no creo, aunque eso no es plan de ir contándolo por ahí, ni siquiera a los más cercanos. Por menos ha habido problemas serios y se han roto familias. Allá cada cual con sus creencias.
Mi mujer sí que es muy devota. Se encarga a menudo de ayudar al Padre en los oficios, limpiar la Iglesia, arreglar las flores y vestir las imágenes.
Yo me limito a cumplir con las obligaciones que nos impone la Santa Madre Iglesia, como si fueran dictadas por la mismísima Doña Consuelo, aunque no vayan conmigo.
Esos domingos nos gusta salir caminando hasta la Plaza del Caño, atravesando nuestra calleja para llegar a pisar el cemento, con los zapatos muy limpios, como si fuéramos señoritos. Andar de la mano los tres hasta la puerta de la Iglesia oliendo a limpio, saludando a los vecinos al pasar. Me alimenta observar cómo sonríen mis dos soles delante de todo el mundo. Tengo la mujer más guapa del planeta y quiero que todos lo vean y se mueran de envidia.
No tengo estudios, ni dinero, ni siquiera tengo familia militar, ni influencias en la guardia civil o en el clero, pero Dios ha dejado que me case con la chica más maravillosa de Monvellín y eso tengo que compartirlo con todos.
Son mañanas bonitas, solo por el hecho de saberlas felices delante de la familia. Me gusta poder observar a Clara correteando con sus primos por el prado que hay delante de la Iglesia. Me gusta ver la cara sonriente de Manuela cuando la vigila, mirándome de reojo, bajando los párpados e inclinando la cabeza ligeramente, recordándome que me adora, casi tanto como yo a ella.
Nuestro hogar está situado detrás de la plaza, comunicado con la misma a través de la calleja que compartimos con los Alonso. Ellos tienen una vaquería ubicada entre nuestra casa y nuestra huerta, cosas de repartos de tierras, lo que hace difícil salir con los zapatos limpios esos domingos.
Los muros entre los que vive mi familia eran propiedad del abuelo de Manuela y en su día, contaban con una extensión de casi un celemín. Él hombre tuvo ocho hijas y hubo de hacer con sus propiedades sendas partes. Si contamos que tenía otra vivienda en la entrada del pueblo, cerca de la Iglesia, además de huertas, una pequeña viña y varios prados para pasto, el lote para cada heredero fue sustancioso.
A la madre de mi esposa le dejó una cuarta parte de esa vivienda, la que mira hacia el norte, hacia el río, con entrada por la calleja. Doña Consuelo nos la tiene cedida sin cobrarnos nada. Dos de sus hermanas se quedaron con sendas partes de edificio que tienen acceso desde la plaza, mucho más soleadas y distinguidas.
Nuestra casa cuenta con un pequeño corral en la planta baja, al que se entra desde el patio que compartimos con los Alonso, donde metemos el puñado de animales que tenemos. Al lado está la puerta principal por la que pasas directo a la cocina, que es el alma de la casa, con su chimenea, su mesa de pino y sus taburetes. Un poco más al fondo la despensa y un cuarto con un balde para el baño. Una estrecha escalera de madera sube a la estancia de la planta superior, donde tenemos las camas, un armario, el lavabo de porcelana con espejo que me regaló mi madre, la mesita de pintar de Clara y unos baúles para guardar la ropa. La escalera continúa hasta el desván. Un palomar y un montón de trastos viejos se refugian bajo las vigas de madera y las tejas, esas que tanta guerra me dan todos los años.
En el pueblo está la iglesia de San Juan, que se utiliza para los oficios de los domingos, además de los bautizos y los sacramentos de los que no tenemos dinero ni posición. También está la Capilla de Nuestra Señora del Monte, construida a las afueras del pueblo. Ésta se usa para las novenas de las Patrona y los sacramentos de los señores.
A mí me gusta más la de San Juan. No conozco mundo, casi ni he salido del pueblo, pero he oído que es de las pocas que existen que tienen la torre separada de la Iglesia.
En un día de lluvia, es gracioso ver a Don Agustín salir con el paraguas y recorrer los escasos veinte metros que separan la entrada del campanario de la puerta de la sacristía, para llamar a los fieles. Va esquivando los charcos que se montan en el terraplén, mientras se levanta las faldas. Es un hombre mayor, reservado, siempre dedicado a sus obligaciones eclesiásticas, y no se deja ver casi por el pueblo.
Según cuentan las lavanderas, en la época de su construcción había dos curas en el pueblo. Los pecados de la soberbia, la envidia y la avaricia de poder habitaban en ambos, mandando uno de ellos empezar las obras en un lado del terreno y el otro por el contrario. Acompañaban a esas órdenes sobres llenos de billetes.
El responsable de la construcción, que conocía su relación, les iba diciendo a ambos que no se preocuparan, que al final el otro cedería y la obra quedaría como Dios manda. En caso es que Dios no pudo poner de acuerdo a aquellos dos hombres, el constructor cobró por partida doble, y ahora Don Agustín se tiene que embarrar los zapatos para tocar las campanas.
A mi mujer le gustó mucho el sermón del párroco del pasado domingo. Yo la verdad es que casi no escucho lo que dice y a veces no lo comprendo bien.
No vayas a pensar que soy tonto ni nada de eso, pero utiliza palabras que no sé lo que significan. Pienso que habla así para dárselas de culto, y estoy seguro de que muchos de los allí presentes están tan pez como yo, pero ninguno se atreve a preguntar ni antes ni después.
Normalmente me dan unas ganas tremendas de bostezar, tengo que apretar los dientes y dejar pasar el aire despacito hacia fuera, tensando un poco el cuello mientras lo hago, para que no se note. Yo sé que mi amor se da cuenta, sobre todo porque me mira de medio lado, sonriéndome mientras estrecha mi mano suavemente, con cara de madre regañando a su hijo.
Manuela me explicó que ese sermón del último día hablaba sobre la parábola de los talentos. El evangelio de San Mateo relata que Dios nos ha dotado de determinados talentos, que tenemos la obligación de explotar, de hacer crecer. En caso contrario, sea por cobardía, miedo, pereza u omisión, dicha falta será criticada por Jesús.
Dice que le recuerda a mí, que soy un hombre muy trabajador, aplicado con mis tareas, cumplidor con todo el mundo, responsable. Si ella lo dice seguro que estoy libre de ese pecado ante Dios, pero en realidad me juzga sin ser objetiva, le influye todo el amor que nos tenemos.
Me levanto de la cama empapado. Siento el suelo de madera bajo mis pies descalzos. En invierno está helado, pero en esta época estival puedo sentir la madera seca, incluso creo que llega a astillarse con este calor tan exagerado.
Me gustan estas mañanas de verano cuando el sol se cuela por la ventana de la habitación para despertarme. Calienta mis pies justo en el momento en que los apoyo para bajarme de la cama.
Miro a Clara y la veo durmiendo plácidamente, respirando despacio. Hincha el ombligo, igual que un bebé, sintiéndose protegida, segura, sin enemigos ni penares, como la niña feliz que es. Aún no ha cumplido los seis años, pero nunca he visto una niña más madura. Cuando el clima lo permite, y el trabajo también, nos sentamos los dos en el muro que delimita nuestra huerta para ver la puesta de sol. Si cierro los ojos y la escucho hablar, a veces pienso que es mi Manuela quien me acompaña. Además es graciosa, cariñosa y capaz de sacar lo bueno de todo el mundo, incluso de mi suegra.
Me acerco intentado que la madera no cruja para no despertarla y le acaricio el pelo, echándolo hacia atrás. Mientras se me escapa una sonrisa, no puedo evitar que me invada una enorme sensación de paz al contemplarla así.
Mi esposa me ha dejado una jarra llena de agua, junto al lavabo de porcelana, para que no tenga que molestarme en bajar nada más levantarme. Incluso diría que lo ha hecho hace poco, porque está fresca. Me gusta sentir el agua fría en la cara y en el cuello tras una noche de bochorno.
Me pongo la camiseta blanca de tirantes que tengo para ir a trabajar a las fincas de los Solano, un pantalón de faena de los dos que hay, y la boina vieja. Al cabo de llevar cuatro días trabajando para esa familia, la señora me pidió que fuera con camiseta blanca, igual que todos sus jornaleros, por aquello de guardar no sé qué estética. Como si alguien fuera a tomarnos una de esas fotografías mientras estamos arando, sembrando o segando...
Es una mujer algo más joven que mi Manuela, lo que no le resta carácter. Muy hermosa, de ojos oscuros y largo pelo rubio. Siempre va vestida como un capataz, se nota que le gusta controlar la situación.
No estoy en posición de discutir, así que agaché las orejas y se lo conté a mi mujer. Ella le pidió a Doña Consuelo un par de interiores medio nuevas del difunto Don Andrés. Todos contentos.
Al bajar las escaleras de la casa hacia la cocina, oigo agua cayendo. Suena en el cuarto donde tenemos el balde. Es Manuela que no ha podido soportar el calor y aún siendo tan temprano ha decidido refrescarse. Ahí está, desnuda, de pie.
Me quedo mirando el agua resbalando por cada rincón de su cuerpo. Empapa su largo pelo negro rizado que una y otra vez se aparta hacia atrás, arqueando la espalda, haciendo que sus pechos destaquen aún más en su figura. Permanezco embobado, excitado, contemplando esa imagen que se quedará grabada en mi retina al menos para el resto del día. Ella advierte mi presencia, sonríe y se tapa sin mucho sentido, obedeciendo más a un acto reflejo que voluntario.
Me salpica echándome de su lado. Ha visto cómo la miro y me conoce bien. Es hora de empezar la jornada y no es momento para el amor.
Escucho a mi primo Ezequiel llamarme para ir a la plaza donde nos recoge el carro que nos llevará hasta el Bangalindo. Allí nos espera el capataz de los Solano para terminar de segar, trillar y limpiar el grano. Después habrá que preparar la tierra para la siembra del trigo, aunque hay tiempo hasta finales de septiembre.
Manuela tiene que despertar a Clara y atender la casa, la huerta y a los animales.
Tenemos una docena de gallinas y otras tantas palomas, y hemos conseguido juntar para comprar hasta cinco cabras. Me las saca mi cuñado Juanjo, el hermano de Manuela, junto con las suyas. Para el año que viene a ver si podemos comprar dos o tres más. No pretendo tener un rebaño grande que no pueda sacar a pastar, ni tenga dónde guardar, pero mientras pueda hacerlo como hasta ahora, tirando de mi cuñado, tendremos leche fresca todos los días. Con las sobras hacemos queso para el resto del año.
También tenemos, frente a la casa, una huerta que guarda nuestro mayor tesoro: el pozo. Esa maravilla no se agota ni con el verano más seco que se haya conocido en la zona.
Nos permite regar, beber y lavarnos diariamente, y hace crecer las patatas, las judías, los tomates, las calabazas y toda clase de verduras que alimentan a la familia. Mi esposa se encarga también de vender o cambiar lo que nos sobra del huerto.
Le doy un beso, de los que yo llamo a tracción, deseándole un buen día. Un beso de esos en los que ella solo pone la mejilla, como si se dejara, por cumplir, aunque con la mirada está más que aprobando la acción. Nos veremos cuando vaya a oscurecer, como siempre.
Ezequiel es mi primo hermano por parte de madre, además de mi mejor amigo. Es un hombre joven, alto, algo duro de sesera, de constitución fuerte, con anchas espaldas que guardan un fiel corazón. Somos de la misma edad y llevamos juntos desde que tengo uso de razón.
Según mi difunta madre me contó, no podía tener hijos y fue al hospicio a saciar su necesidad. Allí le regalaron al más delgado de todos para que lo criara, así que, en realidad, no es familia de sangre, pero no nos importa a ninguno de los dos.
Solo recuerdo haber discutido con él una vez, hace muchos años. Fue una corta disputa de adolescentes que trataban de ennoviarse con la misma chica, algo que ocurre cuando ni siquiera piensas en preguntarle a ella si quiere compañía de alguno de los dos. El caso es que, tras la pelea delante de Manuela, el elegido fui yo. Desde entonces mi primo asumió esa decisión, y yo mismo he visto como ha cambiado su forma de mirarla tras ese momento, incluso su forma de hablar con ella, con la mirada agachada, ofreciendo su respeto sin condición.
Está casado desde hace un par de años con Irene, emparentada con el alcalde de Valdepardo, y aún no han tenido descendencia.
Él habló por mí con la señora Solano y le estoy agradecido por ello. Es un buen trabajo al que además no hace falta llevar el almuerzo. A la hora de comer los capataces nos llevan hasta la linde de la casa, donde ponen diariamente comida y agua. Nosotros siempre aportamos la bota con vino fresco, que entra mejor que el botijo.
Con la vista puesta en la fachada de la vivienda de los señores, juego a imaginar a diario qué habrá tras cada ventana. Son dos plantas de un gran edificio, las que nos vigilan durante nuestro tiempo de cuchara.
Siendo pequeño visité una mansión que aún guardo en mi recuerdo, lo que me ayuda a inventar el uso que tendrán tantas estancias. Pienso cuáles serán los dormitorios, la habitación de juegos para los pequeños, y la biblioteca, que seguro que es inmensa. Imagino cuales serán las habitaciones para el baño, que habrá varias, y las cocinas, que también habrá más de una. Habrá habitaciones para el ama de llaves y para el resto de sirvientes, seguro una para cada uno.
La puerta de entrada, adorada por fuera con cerámica andaluza de color azul, está custodiada por dos bancos de piedra, pensados para ver las puestas de sol. Tras ella, se situará una gran escalera redonda, de nobles maderas, anchos pasamanos y grandes escalones descansados.
Los señores no tienen las mismas condiciones que nosotros. Tienen bañeras de porcelana en lugar de baldes y cocinas de hierro con el fuego dentro. Además, cada uno tiene su dormitorio propio, lleno de armarios y baúles para colocar sus trajes.
Puede que haya una habitación para oír música como en los antiguos palacios, incluso un piano. Quizá tenga un salón de baile para hacer grandes fiestas, con los techos muy altos, adornados por enormes lámparas de cristal, con más de cien velas cada una. De sus paredes colgarán cuadros gigantescos que representen la lucha del bien y del mal, ángeles y demonios, incluso alguno con mujeres semidesnudas, como los representados por los antiguos pintores. Seguro que habrá un gran comedor, con una buena mesa para más de veinte invitados. Vitrinas con delicadas cristalerías francesas, vajillas de fina porcelana y vinos caros embotellados, sumados a tapices representando batallas de lanceros a caballo, o soldados conquistando nuevas tierras, darán color a esa estancia. Alfombras enormes y cortinas de seda la vestirán, estoy seguro.
Habrá un garaje para meter el automóvil, ese que todos los del pueblo hemos visto alguna vez. El señor atraviesa las calles asiduamente con su Hispano Suiza T56 saludando a los vecinos. Existirá una despensa enorme, llena de todo lo que puedas imaginar, incluso aceite de oliva, jamones, perdices o faisanes.
No sé, cada día imagino que las mismas ventanas corresponden a distintos interiores, haciéndose más amena mi hora de comer.
Enseguida pegará una voz Don Felipe, el Principal, para volver al trabajo. Lo sé porque ya estoy terminando con las uvas, las que siempre cojo para después del plato de gachas. Cuando eso ocurre, suele ser la hora de volver al campo.
A mi primo le verás siempre tomando más de un plato, durante el mismo descanso que los demás. Parece que su estómago no tuviera fin, siempre fue demasiado ansioso para la comida.
Mientras las separo del racimo observó mis manos, cada vez más cuarteadas, con más heridas y callos. Menos mal que les pongo siempre trapos atados para usar la guadaña, que es lo que más marcas hace. No me extraña que Manuela se queje cuando trato de acariciar la piel de sus piernas.
Sin embargo, no se ve al capataz deambulando entre los jornaleros, ni tumbado a la sombra de ninguno de los castaños, que guardan la entrada de la vivienda.
Nos dirige un hombre fuerte, rudo, con experiencia en el campo, que sabe trabajar con un gran grupo de gente a su cargo. De mediana edad y ceño fruncido, parece haber sido atractivo en su juventud, aunque las arrugas y el carácter le han pasado factura. Dispone de unas manos de gran tamaño, en proporción directa a su ego, e inversa al número de amigos que se le conocen. Seguro que la señora le haya llamado para ayudar en la casa, por eso no se le ve. Su marido no suele estar nunca, y ella tiene que apañarse con todo.
El señor tiene muchos negocios en la ciudad, o eso dicen los del pueblo porque yo no los conozco. Adinerado y estirado no se mezcla más que con los de su calaña, así que poca cosa sabemos de él. Tiene poco mando para gestionar las tierras, y con lo perezoso que parece, no se comprende cómo hace lo propio con sus empresas.
Posee una fábrica textil cerca del Río Gofio, donde hacen buen paño para vender, tanto en la capital, como fuera de España. Dicen que tiene también un par de finas cafeterías en Castilleja del Fresno, de esas donde pueden ir las señoras solas a tomar un té con pasteles y dejarse en dulces en una hora lo que yo gano en una semana.
Incluso las malas lenguas del pueblo dicen que también es propietario de la casa de citas de la carretera de Cofrades del Monte, en la que pasaría más tiempo que junto a su familia.
En realidad la fortuna de los Solano pertenece a la señora, herencia a su vez de su madre, Doña Mercedes, que aún vive. La anciana parece haber sido una mujer de armas tomar, como su hija, y seguramente tan hermosa como ella. Siempre deja a ésta y al señor hacer lo que les plazca con sus propiedades, el dinero nunca fue cosa suya. La señora Solano es quien atiende las fincas con ayuda de los capataces, sobre todo de Don Felipe.
Los Solano tienen dos hijos, una pequeña de cinco años que es la alegría de la casa y un varón de nueve, heredero de la fortuna familiar.
Daniela es un amor de niña que siempre anda correteando por el jardín de la casa y las huertas más cercanas. De vez en cuando se atreve, cuando nadie la ve, a hacernos visitas durante el almuerzo para hablar con nosotros, o a llevarnos fruta mientras trabajamos. Amador, el niño, es mucho más distante con los que no son de su condición, se parece a su padre.
Llevamos todos un buen rato esperando a que aparezca Don Felipe, es extraño que tarde. Observo como los demás también comentan su ausencia. Ezequiel y yo nos giramos para mirar la casa y enseguida podemos ver que sale humo por una de las ventanas del piso de arriba.
En un primer momento no reaccionamos. Está claro que hay un problema en la casa, pero,... ¿y si entramos sin permiso y no era necesario? ¿Y si se ha quemado un asado en una de las cocinas y nosotros irrumpimos alarmantemente, en medio de la estancia de los señores?
Mi primo y yo nos miramos, nos entendemos bien con solo hacerlo. Levantamos el vuelo y en un tris estamos entrando por la puerta principal de la mansión, ante el asombro, sobre todo, de las jornaleras más mayores que piensan que estamos locos.
Mientras cruzamos la entrada, escuchamos a algunos campesinos alentar a sus compañeros para recoger cubos por la finca y organizar una hilera desde el pozo más cercano.
Ezequiel y yo subimos la escalera principal cubierta de mármol, con pasamanos de fina madera, hasta el último piso. Intentamos adivinar mediante los ruidos que se escuchan, la procedencia del fuego.
Enseguida estamos arriba, con el corazón agitado por la carrera y por la incertidumbre de lo que pueda estar pasando. Nos cruzamos con una doncella asustada que corre en dirección hacia nosotros, por el pasillo en el que nos encontramos. Sus paredes están llenas de cuadros ostentosos y el suelo cubierto de interminables alfombras de colores apagados. Sin mediar palabra nos dirigimos hacia el fondo, de donde ella viene. Puedo sentir mis latidos agarrados a la garganta. Pienso en Manuela.
Mi primo se adelanta hasta una de las habitaciones de los señores que escupe humo negro bajo la puerta, agarrando el pomo para abrirla. Al hacerlo, la fuerza de la nube comprimida le empuja contra la pared del pasillo. Le deja inconsciente y envuelto en un aire irrespirable. Mi corazón se acelera más, contemplando inmóvil la escena a pocos metros. Veo como mi amigo queda maltrecho en cuestión de segundos.
Me acerco a gatas hasta tocarlo y a duras penas, tirando de sus pies, le arrastro para separarlo del calor que desprende ese lugar. Compruebo que está bien aunque aún no es consciente del todo. Tengo que saber si hay alguien más en la habitación, si alguien necesita mi ayuda.
Cruzo la puerta con un pañuelo colocado sobre mi nariz para poder respirar, medio agachado, con la mano derecha por delante intentando asegurar el avance. Llevo los ojos casi cerrados por la nube que me rodea. No es fácil ver nada aquí dentro.
Pronto me doy cuenta que es el dormitorio de uno de los niños de los Solano. Hay juguetes sobre una mesa y también a mi alrededor, tirados por el suelo. Es una estancia grande, mucho más que la habitación que Manuela y yo compartimos con nuestra pequeña Clara. La cama, situada junto a la pared del pasillo, tiene un dosel enorme, con columnas de madera y telas oscuras, que aún no ha sido alcanzado por el fuego. Esa misma suerte no han corrido las cortinas que tapaban la pared de la ventana, lo que parecen ser baúles y los armarios del fondo. Las llamas alcanzan el techo como enormes lenguas de lava. La temperatura aquí dentro es insoportable.
Puedo adivinar una puerta al otro lado de la cama, desde la que provienen llantos. Me estoy asfixiando y solo llevo aquí dentro dos minutos. Si hay alguien allí, va a ser difícil sacarlo. No voy a pensar más. La decisión está tomada desde el momento en que enfilé ese pasillo.
Miro hacia atrás para ver si Ezequiel ha reaccionado y puede apoyarme en este momento, pero parece que no va a ser así. Paso por encima de la cama y me acerco a la puerta. Pienso que puede ser un baño solo para este dormitorio, es conocido que los señores cuentan con muchas comodidades.
Antes de llegar, uno de los armarios cercanos se desmorona en llamas delante de mí, impidiéndome avanzar. ¡No puedo respirar! El aire se llena de chispas flotando a mi alrededor..., ¡Tengo que salir de aquí!
Escucho voces en el pasillo. Es Ezequiel junto a dos jornaleros que están gritándome para que vuelva atrás. Al girarme para verles, observo que el dosel está empezando a quemarse. El calor es infernal y mi corazón va a mil por hora, sin aire que le alimente.
Escucho el llanto tras la puerta del baño, a la vez que los gritos de mis compañeros, que no se atreven a poner un pie dentro de la habitación. Me siento encerrado. Me encuentro entre dos fuegos, entre dos anhelos. Entre salvarme, o intentar salvar a otro ser humano. Entre volver a casa con Manuela y con el peso de una muerte, o quizá no volver a verla.
Tengo la sensación, por un instante, de estar encerrado vivo en el interior de un ataúd. Parece real, puedo verlo, estoy enterrado y no puedo salir. Grito pero nadie me oye, nadie me ayuda. Golpeo como puedo las paredes de esa caja que me ahoga. Araño desesperado su tapa de madera a la altura de mi cara. Un sudor húmedo me invade. Me siento ardiendo por dentro, me falta el aire, no puedo moverme. Asumo que voy a morir.
Abro los ojos y veo el cielo azul de este viernes del mes de julio. Estoy tumbado bajo uno de los castaños, en la entrada de la mansión. Todo huele igual, mi ropa, mis manos, el aire que me rodea, hasta yo por dentro huelo a quemado.
Al girar la cabeza puedo ver la fila de jornaleros que aún está formada. Sin embargo están sentados, descansando y hablando entre ellos.
¡Ya no sale humo de la ventana! Han conseguido apagar el fuego.
¿Y la niña? ¡Aún puedo oír sus gritos en mi cabeza! ¿Donde está la pequeña? No recuerdo haberla sacado de allí. ¡Dios mío! ¿Está bien?
Me levanto rápidamente aunque mi cerebro lo hace antes que mi cuerpo, e inmediatamente caigo al suelo mareado. Las piernas no me responden.
Ezequiel viene a mi lado y me ayuda a incorporarme.
- ¿Donde está la niña? ¿Tú la oíste? ¿Está bien? ¡Dime que la habéis sacado Ezequiel!
- No.
- ¿No? ¿Qué significa,“no”?
- Hermano, quien estaba en la habitación era el heredero de los Solano. No hemos podido hacer nada. En un rato vendrá la Guardia Civil para hacerse cargo. Un poco más y no te sacamos a ti.
Me fijo en las ropas y las manos de mi amigo que, aún vendadas, pueden verse abrasadas. Me siento hundido, fracasado. Si tan solo hubiera corrido un poco más, o si no hubiera dudado tanto, quizá ese niño...
Junto a un lateral de la casa puedo ver a la señora abrazada a su pequeña. Parece estar consternada. No debe ser consciente aún de lo que ha ocurrido, ni siquiera llora.
Supongo que habrán avisado al señor para que venga. Pienso en Manuela. Pienso en Clara.
Hoy el carro nos ha llevado de vuelta antes del atardecer. Al llegar a la plaza, las mujeres de muchos compañeros estaban esperando y junto a ellas mi Manuela. Las noticias se propagan más rápido que las mismas llamas.
Su abrazo me consuela, me deja volver a respirar después de un trago como éste. Quiero llegar a casa para sentir a Clara también junto a mí.
La noche va a ser larga.
Sábado 22 de Julio de 1933.
Ayer nos dijo Don Felipe que no fuéramos a trabajar.
Me levanto con el sol entrando por mi ventana como todos los días, pero hoy es diferente. Miro a Clara durmiendo, la veo distinta. Ella respira tranquila, yo no. De hecho me cuesta hacerlo.
Manuela me ha dicho que tengo que beber mucha leche para pasar el humo que tragué ayer. Ella también me mira diferente. Creo que Manuela piensa que no hice todo lo que pude, aunque no lo dice. Ella siempre calla.
Nos pondremos la ropa de los domingos para acompañar a los señores de Solano a despedirse de su heredero. El funeral será en la Capilla de Nuestra Señora del Monte, junto al cementerio. Va a estar todo el pueblo.
Caminamos sin hablar hasta la plaza para encontrarnos con Ezequiel y su mujer, que nos esperan. No hay mucho que decir, sin embargo, hay mucho que pensar, no dejo de darle vueltas a mi cabeza. ¿Cómo pudo pasar? ¿Cómo empezó el fuego?
Las llamas venían de las cortinas, de los armarios. Avanzaban desde las ventanas hacia la puerta de entrada, junto a la cama. Era de día, así que candiles y velas debían estar apagados, y en una habitación con juguetes no debería haber nada que pudiera empezar a arder. ¿Quizá algo dentro de un baúl? ¿De un armario?
¿Estaría el niño jugando con fósforos? Pensándolo bien, él estaba tras la puerta del baño. ¿Por qué no salió antes de que se extendiera el fuego? Su reacción normal hubiera sido salir al pasillo, escapando del problema para buscar ayuda.
¿Por qué se metió allí? ¿Por Miedo? ¿Quizá le obligaron?
No dejo de hacerme preguntas, mientras la comitiva atraviesa el pueblo en silencio, de camino al Santuario. Nos unimos a ellos.
¿Qué originó el fuego? Hace mucho calor en estos días de verano, así que no habría ninguna estufa, ni brasas. ¿Y si fue provocado? Pero,..., ¿quién querría hacerle daño a un niño? Y, ¿por qué?
Por más vueltas que le doy, pienso que algo no está claro. Pregunto a mi amor a ver si ella ha oído algo sobre lo que pasó, pero casi no le ha dado tiempo a salir a la calle. Me responde que no sabe nada.
Antes de llegar al templo nos adelanta en el camino un coche de caballos. Porta el féretro del pequeño, escoltado por el automóvil de los señores. A través de los cristales podemos ver las caras descompuestas de los Solano, que tienen que dar el último adiós a su hijo. La pequeña Daniela está triste, aunque seguro que aún no entiende lo que ha ocurrido.
La familia se acerca a la entrada, alrededor del Padre y del ataúd, haciendo una parada para el primer responso, en el exterior de la Capilla. Noto sorprendido como Doña Mercedes me clava la mirada, como si un puñal frío atravesara mi pecho. Seguidamente me grita en medio de todo el mundo:
- ¡Malnacido! ¡Tú tienes la culpa de todo! ¿Cómo te atreves a venir? ¡Fuera de aquí!
Es cierto que me siento culpable por no haber podido sacar al pequeño de entre las llamas,…, pero no me comporté mal. Arriesgué mi vida para intentar salvarle. No es justa esta reacción por su parte.
El señor Solano sujeta a su suegra haciendo que se dirija al interior del templo, dando por terminada la escena, mientras que Don Felipe, que marcha tras ellos, me observa con cara de pocos amigos. Por su parte, Ezequiel, arropándome con su brazo, comenta en mi oído que no es bueno crear tensión entre señores y jornaleros.
- Si entras en la Capilla va a haber murmullos y es posible que se repitan escenas desagradables. Yo te acompaño a casa – continúa mi amigo.
Inexplicablemente me he convertido en el verdugo de un pequeño, en lugar del héroe del pueblo. Sé que mi primo tiene razón, así que no le discuto y dejo a Manuela con los demás. Volveremos caminando a casa los dos.
En ese paseo sin prisas, entre dos amigos, comparto con él mis preguntas acerca de lo ocurrido. Estoy más desconcertado que antes. Yo no puedo ser el culpable de lo que está pasando, aunque en el fondo me sienta así.
Ezequiel entiende mis dudas. Me comenta que también ha estado pensando acerca de ello, me explica que la escena de Doña Mercedes probablemente es solo producto del dolor que siente. Seguro que es una manera de cargar la culpa sobre alguien, cuando no hay explicación de lo ocurrido.
Su mujer, Irene, ha hablado con una amiga que trabaja en el servicio de la casa. Dice que la Guardia Civil estuvo investigando ayer, a última hora, mirando la dirección de propagación de las llamas. Oyó que hablaban entre ellos, comentando que habían encontrado pequeñas brasas de carbón bajo la ventana. También dijeron que los restos del niño estaban detrás de la puerta, muy pegados a ella. Piensan que estaba intentando salir pero la puerta debía estar atascada y el pobre no pudo.
- ¡Joder! ¿Había carbón debajo de la ventana? ¿Y qué explicación tiene eso?
- No saben. Aún están investigando. Parece que eran brasas de cocina. – explica mi primo.
- Entonces, ¿no soy el único que piensa que el fuego fue intencionado?
- Pues no, está claro que no eres el único.
- ¿Y la familia lo sabe? ¿Por qué me culpa Doña Mercedes?
- Hermano, no sabemos si se lo han dicho a ella o no. Suponemos que al menos el señor está informado.
Alguien ha atentado contra los Solano de una forma más que ruin. Ese cabrón de Don Felipe tiene algo que ver, estoy seguro.
- ¿Recuerdas primo que el Principal no daba la orden de trabajo? Estábamos todos esperando y no se le veía por ningún lado.
- Sí. Lo he pensado - afirmó Ezequiel -. Pero, ¿qué motivos tendría Don Felipe para hacer algo así? Sería morder la mano que le da de comer y te aseguro que ese vive muy bien al abrigo de los señores.
- No te falta razón. Pero no suele llegar tarde a sus obligaciones. Además, si estaba en la casa, ¿cómo no percibió el fuego? Cuando nosotros entramos, fuimos directos a él solo por el olor. ¡Ya hacía un buen rato que debía estar ardiendo!
- ¿Y la señora?
- ¿Qué pasa con la señora, Ezequiel?
- ¡Primo no te enteras de nada! - mi amigo se echó una tremenda carcajada - A ver si vas a ser el único, que no piensa que Don Felipe le hace más de un favor a la señora Solano.
- ¡Ostias! Pues no lo había pensado nunca. Quieres decir que...
- Quiero decir que el capataz no se enteró de nada, y la señora tampoco, porque estarían ambos muy entretenidos en algún rincón apartado de la mansión.
Nunca lo había pensado, pero mi primo tiene razón. La señora debería haber dado la voz de alarma. Aunque si es verdad lo que cuenta de ella y el Principal, es normal que no se enterara de nada. Mi mente lo visualiza, se empeña en la idea de la señora ocupada con Don Felipe, mientras su pequeño moría de esa forma tan terrible.
En la plaza del pueblo nos despedimos hasta mañana, que nos veremos en misa. El resto del día debo dedicar mi tiempo a arreglos en la casa, que son bienvenidos siempre, e iré a recoger leña para la cocina, aunque seguro que mientras tanto, mi cabeza seguirá cavilando. Ahora que me acuerdo, tengo que cambiar unas cuantas tejas antes de que llegue septiembre, no se vaya a poner a llover y se eche a perder el palomar.
Llegando la hora de comer oigo a Manuela acercarse a casa con Clara, viene cabizbaja del cementerio. Siempre ha sido muy sensible con el dolor ajeno. Me saluda con un pequeño beso y va directa a la cocina. Se siente un silencio anormal en el ambiente. Clara me dice que esta tarde vendrá la abuela a visitar a mamá y a traerle sus hierbas, el ardor se la come por dentro desde ayer.
Sigo pensando quién habrá sido capaz de provocar el incendio. No me entra en la cabeza que alguien quiera hacerle daño a un niño.... ¿por qué?
¡Claro! ¡No es al niño! Es evidente, se trata de hacer daño a los padres. Será,…, ¿algún enemigo del señor Solano? ¿Alguno de la señora? La señora no parece tener enemigos. Nos trata muy bien y aunque no fuera así, los jornaleros no se atreverían a hacer eso.
Y, ¿cómo ha entrado en la casa sin ser visto? ¿El servicio no vio nada?
¡Es alguien de dentro! Alguien a sueldo de los señores ha hecho esto...aún no se por qué. Puede que sea alguien de un tiempo pasado o quizá contratado por un enemigo. No sé si por dinero, por venganza...no sé. Pero voy a averiguarlo.
Acudo a la cocina al olor de los guisos de Manuela, quiero hablar con ella. Igual en el funeral ha visto u oído algo más.
- Amor, ¿cómo estás?
- Estoy bien – responde mi esposa.
- ¿Qué tal en el entierro? ¿Qué tal la familia?
- Imagínate. Destrozados.
- No creo que Doña Mercedes estuviera en sus cabales. ¿Sabes algo nuevo?
- No. Nada.
¿Nada? ¿Cómo que nada? Está claro que no tiene ganas de hablar. No es normal que acusen a su marido en medio de todo el pueblo, y ella no pregunte, ni nadie le diga ninguna cosa.
- Viste que me acusó. Espero que no me dejen sin ir a faenar. Yo hice lo que pude – insisto.
- Sí, mi vida. Tú lo hiciste bien.
- ¿Pero?
- Pero nada. No sé nada de lo que pasó – comenta Manuela con la mirada perdida.
Definitivamente no quiere conversación. Tendré que esperar a la tarde, a que se le suelte la lengua con la visita de su madre. No tengo hambre, voy a trabajar al tejado.
Me he despertado con las voces de Doña Consuelo, a la que se escucha a una buena distancia, y los gritos de alegría de Clara por su visita. La mayoría de las mujeres se sientan a cotillear en la puerta de su casa, y más siendo verano, pero ellas son más reservadas. Chismorrean en la cocina, sentadas frente a la chimenea aunque esté apagada, mientras preparan viandas.
Cuando me interesa el tema, escucho encaramado al tejado. En esta ocasión, puedo oír cómo mi suegra explica que Don Agustín ha perdido la cabeza, comportándose de forma desorbitada. Manuela responde, tranquilizando a su madre, que no será para tanto. Siempre están hablando del cura y de cosas de la Iglesia, me gustaría más saber algo nuevo sobre los Solano.
Antes de dejar de hacer de espía, escucho mencionar el nombre de Don Felipe, seguido de la palabra incendio, aunque no puedo entender bien lo que dicen. Sin embargo, mi obcecada cabeza proyecta la imagen de ese hombre entretenido con la Señora, mientras se producía el horrible hecho. Sabiendo que no soy objetivo, lo veo claro. Mi cerebro se dispara y solo oigo una sentencia: ¡Él tiene algo que ver! Es un hombre muy listo y seguro que sabe algo más. Tengo que averiguarlo.
Haré una visita a la casa de Don Felipe. Vive solo en una construcción grande, aislada, al final del camino de las viñas, con una única ventana enorme al exterior, sin animales, sin huerto, un gran patio con fuente,..., una casa moderna. He de decir que aparenta más caudales que lo que se le supone de jornal.
Quiero preguntarle por la reacción de Doña Mercedes y por mi continuidad en la finca. Será la manera de empezar la conversación, porque mi objetivo es averiguar lo que sabe.
Al acercarme a la vivienda veo que se abre la puerta y sale La Rosina. La conozco, nació en el pueblo. Ella trabaja en la casa de citas de la carretera de Cofrades, la que dicen que es del señor Solano. ¡Joder! ¡Qué bien vive este Principal! Y se puede permitir la visita de señoritas sin que nadie lo critique por ello.
Me sorprenden sus vestidos. En lugar de ir ataviada con ropas brillantes, de colores llamativos, con sombreros enormes llenos de plumones que alertan de su profesión a cien leguas, veo que va vestida de negro como cualquier viuda de aquí. Con la cara recién lavada y el pelo recogido no parece una prostituta. No creo que haya venido a trabajar así.
Esto me hace retrasar la visita al capataz, no es el momento, prefiero seguir a la chica. Atravesamos el pueblo a gran velocidad. Se nota que está acostumbrada a caminar rápido por las calles cuando es de día, seguramente para evitar los comentarios o las críticas. Pasamos por detrás de la taberna de Andrés Soterral, siempre repleta de aldeanos a la hora que sea; Avanzamos por la Calle Salas Pombo hasta los soportales que hay detrás de la Plaza Mayor, donde de niños pasábamos las tardes enteras; Continuamos por la puerta de la tahona de la señora Mari, la que tantos dulces nos ha regalado alguna vez a todos; Y finalizamos en el Ventorro Bargas, donde puedes encontrar el mejor chorizo de la comarca.
La ruta esquiva los lugares más concurridos a estas horas, hasta llegar a la sacristía de la Iglesia de San Juan, donde Don Agustín espera a su puerta. Se saludan amablemente y entran juntos. ¿Esta mujer es tan devota? No entiendo bien.
Hay una ventana rota en la parte de atrás. Desde allí puedo escuchar la charla que comienza con los tópicos de la gente educada, preguntas sobre la salud, la familia y demás. De manera directa La Rosina menciona el incendio y le pide explicaciones al Padre. ¿Explicaciones? Mi cara se desencaja y mis venas comienzan a hincharse.
Don Agustín, que habla entre amedrentado y acelerado, le dice que ha hecho lo que tenía que hacer. Es más, que seguirá adelante hasta conseguirlo, si Dios quiere.
¿Pero qué demonios pretende? ¿De qué habla este hombre? ¿Qué tiene que ver él con el incendio?
El cura asegura que no parará, que tiene dinero suficiente, y eso es lo único que a ella debería importarle. Si es una cuestión de caudales, a La Rosina le hacen falta. Ella calla.
Así que mi querido párroco está implicado en el incendio... ¿Quizá ha pagado a La Rosina para que lo provoque? ...No. No puede ser. Ella no podría haber entrado en la casa sin levantar sospechas, ha de ser alguien con entrada libre a la mansión.
Pienso que la mano negra es Don Felipe. La chica es solo la persona que traslada el dinero de las arcas de la Iglesia, a las del Principal.
¡Joder con el capataz! Encandila a la señora y a la vez cobra por provocar el incendio que mata al heredero.
Y, ¡joder con Don Agustín! ¿A eso se refería mi suegra, con que había perdido la cabeza? Tengo que investigar con cuidado.
Será mejor que me marche a casa, no quiero que nadie me vea aquí. Además, si se ha ido Doña Consuelo, Manuela debe estar pendiente de mi ausencia. Mañana, tras la misa, buscaré un momento a solas con Ezequiel para hablar de todo esto y preguntarle su opinión.
Me gusta cenar frente a la ventana que da a las huertas en noches de calor como esta. Hoy, pan con queso.
Es hora de dormir. Me abrazo a mi amor buscando su calor, mientras escucho como mi chiquilla respira tranquila. Me asoma una sonrisa.
Domingo, 23 de Julio de 1933.
Siempre me han gustado los domingos, aunque hoy es un día diferente. Después de la muerte del pequeño de los Solano, todo parece cambiado.
Me levanto con el sol a mis pies en otra calurosa mañana de verano, en la que Manuela ya hace rato que me ha abandonado. Anoche no quiso que la tocase. En cuando mis manos cuarteadas rozaron su hombro desnudo, se retiró hacia el otro lado de la cama. Cuando está bien, solo tengo que acariciar levemente su piel y hacerme camino entre sus rizos, para comenzar a respirar cerca de su oído. Entonces ella arquea su espalda contra mi pecho y siento como sonríe, mientras me invita con sus manos a abrazarla, a besarla.
Esta noche no ha sido así. Me dejó a solas con mi calentura y mi imaginación.
Cuando analizo todo lo ocurrido y lo junto con mis averiguaciones y suposiciones, me entran dudas sobre si mi amor estará segura de mis actos. Pero ella y yo somos dos almas gemelas. No puede ser que dude de mí, ella no haría eso. Solo es que está afectada por lo ocurrido, es un ser muy sensible.
El desayuno de los días de fiesta es un desayuno de los de verdad. Además de lo habitual mi esposa suele deleitarnos con maravillosos churros, siempre que tenga aceite, azúcar, y le haya quitado una pizca de manteca a mi suegra, que tiene de todo. Con el estómago lleno marcho para la huerta, que antes de la hora de misa he de tener arregladas las tomateras y haber sacado algunas calabazas, que ya están listas. Agachado junto a la tierra que nos da de comer, observo acercarse a mi primo que pareciera leerme la mente. Estaba pensando en lo que le iba a decir, cuando le veo aparecer por el prao de la Celestina, andando hacia mí.
- Buenos días Ezequiel. ¿Cómo estamos?
- Buenos días primo. ¿Qué tal has dormido? ¿Y Manuela?
- Manuela está en la casa. Quiero hablar contigo. Ven aquí.
La cara de mi amigo se iba descomponiendo a medida que le iba dando detalles de lo que sé y lo que pienso. A él, el hecho de que Don Felipe juegue a dos bandas, no le cuadra, y menos aún que mi suegra sepa algo. Pero Don Agustín sí le ha parecido un poco loco desde siempre.
Piensa que debo hablar con Manuela y contárselo todo...yo no opino igual. Él por su parte hablará con Irene y ella con su amiga al servicio de los Solano, a ver si hay algo nuevo. Nos veremos a la salida de misa.
Me gusta pasar tiempo en la huerta. Me pongo a trabajar y me olvido de mis problemas. No es demasiado esfuerzo y tiene una buena recompensa. Al terminar, me lavo en la casa para ponerme de nuevo el traje, he de salir hacia la Iglesia acompañado de mis dos soles. Al llegar a la puerta del templo nos unimos a mi suegra que nos espera con una sonrisa, tan enorme, como hipócrita.
La homilía de hoy versa sobre la historia de Caín y Abel. “Y dijo Caín a su hermano Abel: Salgamos al campo. Y aconteció que estando ellos en el campo, Caín se levantó contra su hermano Abel, y lo mató”. Génesis 4:8.
Siempre me ha parecido desmesurado el asesinato ante un problema o diferencia con el contrario, y más si es sangre de tu sangre. Pareciera que el mundo que me rodea no es de mi misma opinión.
De manera natural salimos del culto y, como cada domingo, Clara corre a jugar con sus primos en la pradera que hay frente a la Iglesia. Las mujeres se quedan esperando al cura, con la intención de comentar el sermón, como si se tratara de un actor del teatro clásico griego. Yo me adelanto para encontrarme con mi primo.
- ¿Qué hay, Ezequiel?
- ¿Qué pasa primo? Tengo que darte noticias del servicio de la casa.
- ¡Desembucha! – le suplico. Me siento acelerado.
- La amiga de Irene ha visto a Doña Mercedes hablando con Don Felipe a escondidas. Escuchó al capataz decirle que seguirá habiendo desgracias si no saca a la luz sus secretos. Que él solo trasmite lo que le dice el interesado, a saber: Don Agustín.
- O sea, que han asesinado al nieto para que la abuela cuente a todo el mundo..., ¿el qué?
- Eso no lo sabemos primo, pero debe ser algo muy gordo para que se llegue a estos extremos. La Guardia Civil sigue investigando a todos los del servicio, pero ninguno se atreve a decir nada. Si alguno ha visto algo, ya te digo yo que no va a hablar, por miedo al Principal.
- Tenemos que andar con pies de plomo. A juzgar por lo ocurrido, Don Felipe es un hombre sin corazón. No conviene que nadie sepa de nuestras sospechas – comento en voz alta frente a él.
- Solo tú y yo primo. Y mi querida Irene, parte fundamental en la investigación.
Manuela camina de vuelta a casa mientras Clara y yo echamos una de nuestras carreras dominicales, esas en las que mi reina siempre consigue llegar la primera, aunque realmente quien gana soy yo con sus risas y sus abrazos.
Nada más entrar en casa huelo a estofado de conejo con patatas,..., me encanta cuando mi mujer guisa ese plato. Su madre le enseñó a ponerle un punto de tomillo y pimentón dulce, que hace que lo saboree aún sin haberlo catado. Seguro que Manuela ha conseguido el conejo en casa de Don Jacinto, a cambio de huevos de nuestras ponedoras. Sin mediar palabra nos dedicamos a saborear esa cazuela de caza con papas que es digna de los mismos dioses.
Mientras miro como se alimentan mis dos soles, pienso que Manuela no debería ir tanto a la Iglesia con su madre. Esta misma tarde, como cada domingo, irá a limpiar y preparar los Santos, y si todo está ocurriendo como pensamos, no están seguras al lado del cura. A ver cómo se lo explico.
El aire es caliente. Muevo mi brazo para acurrucar a mi amor, pero mi esposa ya no se encuentra en la cama conmigo. Se ha levantado muy pronto de nuestra siesta. Seguramente ya se ha marchado sin mis advertencias. Clara duerme plácidamente en su cama.
Me calzo los zapatos viejos para ir a buscar leña a la zona del Vallejo, al final ayer no fui. Suelo ir allí los domingos de verano porque está muy cerca y aunque no sea de muy buena calidad, está bien para cocinar. Recuerdo coger unas cuantas cuerdas para poder hacer fardos y traer un buen montón, no me gusta que mi mujer piense que soy un vago, o que no puedo más que con unos pocos palos. Si se hace, se hace bien.
Me gusta la zona del río que hay en ese valle. Aún en pleno mes de julio hay zonas verdes, se respira frescura. Puedes ver culebras, ranas y renacuajos, pequeñas carpas, muchas libélulas e infinidad de mosquitos, alimentándose unos de otros, dando cumplimiento al orden de la naturaleza.
En la parte más ancha del cauce hay un puente de piedra, dando continuidad al camino poco frecuentado que lleva a Valdepardo. Bajo el puente, una charca poco profunda, aunque con difícil acceso por lo escarpado de algunas rocas. Es muy buena para bañarte cuando hayas bebido más de lo debido, siempre que conozcas el camino de bajada, y ha sido testigo de ese pecado en la mayoría de los mozos del pueblo, alguna calurosa noche que se termina más tarde de la cuenta.
Ya había dejado tres fardos grandes junto al camino alto, cuando me acerqué al agua a refrescarme un poco las manos y la nuca.
El cielo de la tarde cambió de color. Sentí como ponían un saco de tela tapando mi cabeza y lo cerraban sobre mi cuello, a la vez que me retorcían el brazo derecho por la espalda, dejándome sin maniobra posible. Una rápida patada tras mis rodillas me hizo caer de boca al suelo, contra el agua. Noté la sangre en mi lengua y un dolor punzante en la nariz. Creo que me la he roto. Unos segundos después, mientras aumentaba el dolor en mi frente como si latiese con voluntad propia, intenté mover ambas manos para levantarme. No lo conseguí, se encontraban atadas a mi espalda.
- ¿Qué coño pasa? ¡No tengo dinero! – grité, casi por instinto.
Nadie respondió. No pude levantarme. No tenía noción de mi postura, lo que me impedía ser capaz de poner un pie en el suelo para alzarme.
Ahora empiezo a darme cuenta de que el atacante está juntando mis tobillos, seguramente para atarlos. Intento defenderme a patadas mientras el dolor de mi cabeza empieza a tomar el control de la situación, dejándome sin fuerzas y casi sin conocimiento. Estoy a merced de él.
No se escucha nada. Me ha sacado del agua y me tiene atado de pies y manos. Tumbado boca arriba. En estos instantes he podido pensar en quién podría ser. Yo no tengo enemigos en el pueblo y no tengo dinero ni valores, que no sean mi Manuela y mi chiquilla.
¿Nos hemos excedido preguntando? ¿Será que Don Agustín ha notado que sabemos más de la cuenta? Intento hablar con el sujeto, pero no recibo respuesta alguna.
Empiezo a desplazarme arrastrado por el suelo, con los pies en alto, a ritmo lento de mula. Es claro que me ha atado a un animal para llevarme a algún sitio. Cuando llegue puede ser que esté muerto a causa de los golpes del camino, no sé lo que podré aguantar. Pienso en mis dos soles.
En el trayecto solo escucho los pasos del equino y al hombre dirigiendo la velocidad del animal con pequeños sonidos. Va despacio, pero no puedo adivinar hacia donde nos dirigimos. Me duele mucho la cabeza y no percibo nada tapado con el saco.
Se ha detenido el avance. Mi corazón se acelera. Me siento inútil. Si tan solo pudiera soltar una mano quizá podría defenderme cuando le tenga cerca. Podría agarrarlo por el cuello e intentar dejarle sin aire hasta ahogarle.
Llevo todo el camino moviendo mis muñecas, pero no he sido capaz de nada.
¿Qué pasa? Casi no hemos recorrido distancia, lo que me alegra por otro lado. ¿Por qué para? ¿Dónde estamos?
¡Joder! Escucho una voz gritando aquí, cerca de mí,…, ¿Es Ezequiel?
- ¡Eh! ¡Eh!,…, ¡Eh, tú! – insiste a mi primo.
No se advierte nada más. ¿Es él quien me ha hecho esto? No consigo entender lo que sucede. Escucho sus voces muy cerca, pero no tienen respuesta..., ¿con quién habla?
Durante unos minutos oigo los jadeos de al menos dos hombres que forcejean. Se perciben perfectamente sus golpes y quejidos.
No puedo saber cómo se desarrollan los acontecimientos. Me duele mucho la cabeza y noto cómo continuo sangrando por la nariz.
Se hace el silencio. Unos pasos se acercan a mi maltrecho cuerpo, aún tumbado y atado. Sus manos aflojan la cuerda de mi cuello y quitan el saco de mi cabeza.
- ¡Joder! ¡Vaya geto te ha dejado este hijo de puta! ¡Estás hecho una mierda primo!
- No sabes cuánto me alegra ver tu cara, amigo - respiro aliviado dentro de mis posibilidades. - ¿Qué haces aquí? ¿Quién me ha hecho esto?
Ezequiel me relata brevemente que había venido hasta mi casa para hablar conmigo. Al no encontrarme imaginó que estaba a buscar leña como casi todos los domingos. Es lo que tiene tener una vida tan monótona.
Cuando vio a Don Felipe arrastrando un cuerpo no se lo pensó ni un segundo. Salió directo contra él, armado con todo aquello que la naturaleza le ofreció por el camino, y se lió a golpes hasta dejarle inconsciente.
Ahora la situación ha cambiado. Es el Principal quien está atado y nosotros quienes controlamos a la mula. Ahora vienen las preguntas, o mejor dicho, ahora tienen que venir las respuestas. Quiero saber si este hombre ha venido a por mí, por alguna de las siguientes opciones:
- Porque Doña Mercedes le ha pagado para hacerlo. Por algún motivo me culpa del incendio y Don Felipe se vendería a cualquiera que pagara bien.
-Porque Don Agustín se ha enterado de nuestra pequeña investigación y le ha pagado para quitarme de en medio (en ese caso supongo que mi primo sería el siguiente).
- Porque él mismo, enterado de nuestras pesquisas, ha decidido atacar antes de que se descubra su implicación en el incendio.
Aquí es fácil que alguien del pueblo nos vea y las cosas se pongan peor, así que aún inconsciente, atado y amordazado, le montamos en la mula para llevarle a un cobertizo de la era del Tío Francisco. Yo trabajo también esas tierras y a nadie le extrañará vernos por allí.
Don Felipe despierta de su leve inconsciencia sentado en una silla de madera vieja. Sus pies permanecen separados, atados a cada una de las patas delanteras de la silla. Sus manos están atadas a su espalda y esa misma cuerda la hemos anudado también a ambos tobillos. Es un hombre muy fuerte. Además se le suponen experiencia y habilidades suficientes, como para tener que tomar mayores precauciones.
El capataz abre los ojos y sonríe con sorna.
- No pierde postura ni aunque lo apedrees, ¡será cabrón!- Comenta Ezequiel.
- No tienes muchas opciones, Felipe - me dirijo a él con seguridad. – ¡Mírate! Posiblemente no salgas de aquí con vida, lo sabes. Sin embargo, si me convence lo que me cuentas, es posible que tu muerte sea menos dolorosa que la que habías planeado para mí.
Ni siquiera responde. Solo sonríe, escupiendo en el suelo la sangre de su boca.
Sabemos que es un hombre duro, vamos a tratarle como tal. Durante el trayecto hasta el cobertizo ya he hablado con mi amigo de este momento. Ambos somos conscientes de que la Guardia Civil no nos ayudaría y menos tratándose de Don Felipe. Puede ser que nos convirtamos en asesinos y deberemos cargar con ese peso en nuestras conciencias. Por otro lado, hemos elegido un lugar apartado donde no habrá problemas si grita y hay un pozo cercano en donde abandonar el cadáver si es necesario, está todo pensado.
- ¡Saca las tijeras de podar primo! ¡Se va a enterar éste! - Grita Ezequiel.
Entrego a mi amigo las tijeras que utilizamos para podar los sarmientos, y se coloca con ellas tras el Principal, sujetándole el dedo meñique de su mano derecha. Sin temblar lo más mínimo, de un golpe seco, corta la primera falange de su dedo. El grito de esa bestia retumba en la caseta, pero no hay nadie que escuche sus quejidos.
Ahora estamos en posición de preguntar de nuevo. Me sitúo frente a él.
- Esto no es una broma Felipe. Quiero saber qué está pasando. Quiero saber por qué ibas a acabar conmigo, hijo de la gran puta.
- ¡Vas a desangrarte como un cerdo! - Apunta Ezequiel desde su espalda, mientras observa su dedo meñique brotando, como un rojo manantial.
- Ya ves que es serio. Mi primo seguirá hasta que decidas hablar, así que te recomiendo que empieces.
Su cara ha cambiado. Parece que esté valorando sus opciones, la situación, incluso la posibilidad de morir esta tarde. Sin embargo, después de unos segundos solo nos responde con una carcajada y un “¡que os jodan!”, empujándonos a la siguiente fase.
- Está claro que hemos subestimado a este hombre, primo. Aún necesita que le dejen claro quién manda aquí – comento en voz baja, mientras le aguanto la mirada a Don Felipe - ¡Rájale el pantalón! Veremos si continúa riendo cuando uses las tijeras con las partes que utiliza con La Rosina. Puede que le tenga más aprecio que a los dedos.
- ¡Claro primo! - Responde Ezequiel mientras hace lo propio.
Como he dicho antes, ya estaba todo hablado entre nosotros, además de que con una mirada nos entendemos perfectamente. La expresión del capataz cambió cuando mi amigo, tras una pequeña lucha, le cogió por los huevos con una mano, y abrió las tijeras rodeándolos con la otra.
- ¡Espera! ¡Espera un momento, coño!
- ¡Vaya! Por fin hablamos el mismo idioma. ¿Tienes algo que decir?
- Sois unos hijos de puta. Estáis muertos cabrones - farfulla Felipe.
- ¿Eso es todo? ¿No vas a tener cojones a decirme por qué querías matarme?
- ¿Corto ya, primo? - Pregunta Ezequiel mientras amenaza con las tijeras en sus partes. De hecho, veo cómo ha comenzado a salir sangre por algún corte, debido al pequeño forcejeo que tienen entre los dos.
- ¡No, no, no! ¡Espera joder! ¡La culpa de esto la tiene el puto cura! Él es quien me pagó para que muriera el heredero de los Solano y,…, ¡¡ahora quiere que muera la Señora también!!
Se hace un pequeño silencio. Ezequiel afloja la postura y me mira con cara de desconcierto, la misma que tengo yo. Parece que el dolor del meñique va acentuándose, lo que unido a la bajada de presión sanguínea y a la ubicación de las tijeras, ha dejado sueltos los miedos y la lengua del Principal.
- Pero,..., si el Padre quiere que acabes con la Señora.... ¿por qué viniste a por mí? ¿Tú viniste a por mí, no? No entiendo, Felipe.
- ¡Está inventando, primo! - Señala Ezequiel.
Don Felipe baja la cabeza en posición de rendición y comienza a hablar. Él mantiene una relación con la señora. Aunque para ella se trata solo de sexo, para el capataz es lo mejor que le ha podido pasar en la vida. Esos ratos a escondidas en el desván, en el almacén, o en cualquier otro rincón de la mansión, le dan las fuerzas y ganas para seguir adelante.
Fue pagado por Don Agustín para provocar el incendio en la habitación del pequeño, dejándole encerrado dentro del baño. No le importó demasiado, era un trabajo fácil y él un hombre sin escrúpulos. La intención del Padre es presionar a Doña Mercedes para que confiese la verdad, antes de que sea demasiado tarde. Ahora el párroco le ha encargado asesinar a la señora Solano, pero por ahí no pasa. En algún momento pensó que el siguiente en la lista sería el señor. Se había hecho la ilusión de no tener que compartirla y de paso administrar la fortuna de la familia. Le hubiera gustado que fuese así.
- ¡Cojonudo Felipe! – comenta Ezequiel - Pero no nos dices casi nada nuevo,…, ¿Corto ya primo?
Ezequiel está acostumbrado a degollar cochinos en el pueblo y despiezarlos después. Parece que a veces la costumbre y la ansiedad le pueden.
- ¡Espera! Déjale a ver si cuenta algo más interesante. No veo qué relación tiene todo esto conmigo.
- Doña Mercedes sabe que el cura la tiene amenazada, yo se lo hice saber por encargo de Don Agustín – continua el Principal. - Me ha visto nervioso con las investigaciones de la benemérita, dando vueltas por la casa. Es una mujer con mucha mano izquierda, así que, cordialmente me sentó para explicarme que la culpa de todo la tienes tú, ¡pedazo de mierda!, y que si acabo contigo no tiene por qué pasar nada más. No me va a perdonar lo de su nieto, pero prefiere que mueras tú a qué ocurra otra desgracia en su familia.
- Así que la vieja me tiene enfilado y ¿no sabes por qué? ¡Si yo no soy nadie coño! ¿Por qué tengo yo la culpa? ¿De qué habla?
- Eso ya no lo sé. Yo solo hago mi trabajo y lo hago bien – termina Felipe.
Ha llegado el momento de cruzar al otro lado, a partir de ahora no volveremos a ser los mismos, miro a Ezequiel y no hace falta que diga nada más. Salgo del cobertizo en busca de una oveja a la que degollar para justificar la sangre del suelo, tiraré algunas de sus partes también cerca del río, dejando un pequeño rastro de sangre hasta allí, con el fin de simular el ataque de un animal.
Cuando vuelvo a entrar mi primo ha terminado ya con él. Un corte limpio en el cuello como a los cerdos y en cuestión de dos minutos ha muerto. Queda soltarle, envolverle en sacos, sacar de aquí el cadáver y atarlo a un lastre para tirarlo al pozo, no lo suele usar nadie, así que tardarán mucho tiempo en encontrarlo allí. A decir verdad, no creo que le busque nadie, no tiene familia y no es querido en el pueblo.
Me siento decaído, triste. No solo por matar a un hombre, sino por darle este final.
Mientras nos lavamos en la orilla, no se escucha más que el sonido del agua. Puedo ver los hilos de sangre que brotan de nuestras manos correr río abajo, diluyéndose en la corriente. Dos hombres que han cruzado una frontera sin retorno, se miran sin decir nada, soportando un gran peso compartido.
Recogemos los fardos de leña y nos encaminamos a mi hogar, para dar una breve cuenta de nuestra presencia. No quiero que Manuela me vea así, aún no. Antes debemos ir a hablar con Doña Mercedes, de esta tarde no pasa que averigüemos lo que ocurre.
Caminamos abstraídos durante la mitad del recorrido hasta la casa de los Solano, sin hablar, sin mirarnos. Me fijo en los brazos de mi primo al caminar, aún le tiemblan. Inevitablemente mi cabeza, aún dolorida por los golpes, recuerda una y otra vez las imágenes del Principal atado. Se alterna la misma visión del capataz, primero con la mirada llena de odio, incluso prepotencia, después con la cabeza caída hacia adelante, los ojos muertos y el cuello ensangrentado.
A falta de un trecho para llegar a la finca de los señores, es necesario hablar de lo que vamos a hacer y cómo.
- Primo, quiero ser yo quien hable con la vieja.
- Lo que tú digas. - murmura Ezequiel.
- Quiero plantarme frente a ella y preguntarle qué culpa tengo yo. Por qué me odia.
- Como quieras primo. Pero no debemos tardar mucho, o se nos echará la noche encima.
Hemos llegado a la puerta principal de la mansión. Parece que nunca hubiéramos estado aquí, que fuera un sitio nuevo para nosotros. Aunque en realidad lo conocemos muy bien, el ambiente es diferente al de la hora de faenar, no hay movimiento a su alrededor.
No vamos a presentarnos en la casa solicitando una visita de cortesía para hablar con Doña Mercedes, no tenemos tiempo, ni posición para hacerlo, y no seríamos bien recibidos. Sabemos cómo entrar por detrás y dónde encontrar a la amiga de Irene. Ella trabaja en la lavandería de la casa, en uno de los patios abiertos y no se negará a ayudarnos, ya lo hizo antes.
Nos acercamos con decisión pero con cuidado, encontrando rápidamente a nuestra confidente tendiendo las sábanas. Un patio custodiado por un enorme sauce acoge varias filas de largas cuerdas para colocar la colada. Un primer pequeño grito de asombro al vernos aparecer, y un segundo al observar mi cara, aún hinchada por la parte de la nariz.
- Necesitamos que avises a Doña Mercedes. Dile que tiene un problema aquí abajo y que ha de venir a verlo – ordeno susurrando a la chica.
- Es tarde, - responde la criada. - No sé si querrá venir. ¿Qué pasa? - Pregunta asustada.
- No pasa nada, tranquila - responde Ezequiel - No vamos a hacerle daño, dile que baje para algo de tu labor, que nosotros hablaremos con ella.
- Voy a buscarla, pero no garantizo nada - afirma la muchacha poco convencida de nuestra buena voluntad.
Al cabo de un rato apareció la Doña entre las cuerdas de tender, acompañada de la amiga de Irene. Aun vestida con su bata rosada y ataviada con una red en la cabeza sujetando su pelo, no había perdido ni un milímetro de la elegancia que la caracteriza.
Su primera intención fue marcharse y ante nuestra insistencia en hablar con ella, su segunda fue gritar. Ezequiel le sujetó los brazos a la espalda, tapando su boca y consiguió que se tranquilizara un poco. Podía ver el odio en sus ojos clavados en los míos. La chica del servicio permaneció allí, parada, bloqueada, como una estatua observando la escena.
- Solo una pregunta Doña Mercedes, ¿por qué?
Mi primo retiró la mano con cautela, observando los gestos de la mujer en todo momento, para evitar que intentara alertar a alguien de la casa.
- Solo una respuesta. Eres un malnacido – dijo la Doña.
- No entiendo lo que quiere decir, ¿por qué me tiene tanto odio? ¿Por qué me culpa del incendio? ¿Por qué ha mandado matarme?
- Eso, ya son tres preguntas jornalero.
Noto el desprecio en su tono de voz, pero necesito saber el motivo, mi vida está en juego. Puedo ver su pecho agitado, respirando con dificultad entre los brazos de mi primo que la sujetan. Me mira, no dice nada, pero yo espero sus respuestas.
Su cara comienza a cambiar de color, se oscurece, pasando del rosado a un tono cercano al morado. Ahora su mirada denota miedo, el que acompaña a la sensación de ahogo, sus piernas flaquean, dejando el peso de todo su cuerpo en brazos de su agresor. La expresión le cambia radicalmente.
- ¡Primo! ¡Parece que le falta el aire! ¡Suéltala!
- ¡No jodas! ¡Si no la estoy apretando!
- ¡Doña Mercedes! ¡Doña Mercedes! Grita alertada la amiga de Irene- ¿Está bien? - la chica ha salido de su letargo para intentar auxiliar a la mujer.
La cara se le ha hinchado en cuestión de segundos, sus rodillas se doblan y la gran señora se escurre entre las manos de mi amigo, mientras las suyas ansían sujetar su corazón. Solo podemos ayudar a su cuerpo para dejarlo apoyar en el suelo lentamente. Me acerco a su rostro cambiado y en un último momento de vida, su mirada parece volverse más amable, más tierna. Esboza una sonrisa y susurra:
-Nunca te quise, aunque te pariera yo…
El grito de la criada se escucha en toda la casa.
Aún consternado, tanto por la muerte de Doña Mercedes, como por la noticia, corro para alejarme de la mansión junto con mi amigo. No quiero que llegue el resto del personal y nos asocien con este cadáver, y estoy seguro de que la amiga de Irene seguirá guardando silencio como hasta ahora.
Está empezando a anochecer y será más fácil volver a casa, atravesando el pueblo, sin que nadie nos reconozca. Cuando la noticia comience a correr como la pólvora, Manuela vendrá para decirme que mañana no habrá trabajo en el campo, otro día más. Pasaremos de regreso a ver a Don Jacinto, el veterinario, necesito un ungüento. No quiero llegar junto a mi esposa con la cara así. Más propio sería ir a consultar a Agustina la de Amalio, pero en menos que canta un gallo mi suegra estaría al tanto de todo, por no hablar del interrogatorio que sufrirían mis carnes antes de ser tratado. Don Jacinto nunca pregunta nada.
Ha pasado al menos una hora desde que falleciera la Doña. Estoy intentado digerir la revelación, mientras mi cabeza recuerda inevitablemente a mi madre. Esa madre que luchó por mí desde que me tuvo en sus brazos, a la que no le importó que yo fuese el más enclenque de los niños que hubiera visto, la que se desvivió por darme comida a diario, el calor de su abrigo y la mejor influencia posible en la vida. Esa era mi madre. Doña Mercedes solo me trajo al mundo, desechando desde el primer momento la idea de quererme. Solo me parió.
Dejando a un lado el tema de mi genética, porque para mí no es más que eso, me pregunto, ¿ese es el gran secreto? ¿Esto me convierte en heredero?
Claramente soy mayor que la señora Solano, así que debo ser el primogénito. Y no importa si soy o no hijo del difunto señor, pues la fortuna era patrimonio de Doña Mercedes. ¿Esto es lo que el cura quería revelar? Y a él, ¿por qué le afecta?
Me temo lo peor. Si Don Agustín era capaz de matar por sacar a la luz esta información, eso quiere decir que....probablemente...él tenga un gran interés en mí. Pienso que podría ser mi progenitor. Me niego a llamarle padre.
El sudor frío que me recorre el cuerpo, y la cara blanca y descompuesta que presento, hacen que mi primo me espabile de una palmada en la espalda, que casi me hace echar el bazo.
- Tenemos que volver a casa primo. Es muy tarde ya - apunta mi amigo a la salida de casa del veterinario.
- Lo sé, Ezequiel. No sé qué debo hacer ahora. Estoy cansado y confundido. ¿Y Manuela? ¿Se habrá enterado?
- Vamos a casa, Segundo. - Me repite mientras pasa su brazo por encima de mi hombro. No sé qué habría sido de mi vida sin él.
- Acompáñame a buscar a mi mujer, primo, por favor. Quiero ir a hablar con el párroco esta misma noche.
Una vez más caminamos por las calles de Monvellín, ya de noche cerrada, en silencio y pensativos. Una vez más la cabeza me estalla, repleta de miles de ideas, de hechos acontecidos, llena de imágenes de recientes difuntos. La sangre y el dolor inundan mis pensamientos, pequeños detalles que se quedan grabados para siempre y son capaces de proyectarse a cada segundo en mi retina, reviviendo el momento de nuevo. Pienso en Manuela. Pienso en Clara.
Mi casa está completamente a oscuras, parece que hubieran cenado sin mí y se hubieran acostado sin esperarme. Es extraño, aunque es tarde, Manuela siempre me espera despierta a la luz de una vela para darme un beso.
Después de entrar con sigilo, comprobamos que Clara se encuentra en su camita, dormida como un ángel. Esta sola, mi amor no está.
- ¿Ezequiel, puedes quedarte con ella? Voy a ver a Don Agustín. Manuela estará en casa de su madre o de alguna vecina. Cuando aparezca por aquí, cuéntale lo ocurrido de tu propia boca, que bastante habrá oído ya por ahí. Convéncela de que vaya a buscarme a la casa del cura. ¿Lo harás?
- ¿Cuándo no he hecho lo que me has pedido, primo?
- Gracias Ezequiel. - susurro en su oído mientras le abrazo como se merece.
Mientras me encamino hacia la iglesia de San Juan, pienso que esta última conversación con mi amigo del alma ha sonado a despedida. Por otro lado, no me importa que sea así.
El párroco tiene unas habitaciones para su uso junto a la Sacristía del templo. Todo el mundo sabe que puedes ir a buscarle para una urgencia a cualquier hora, así que doy por hecho que estará allí. Camino rápido sin levantar la vista, mirando como mis pies aplastan las pajas del camino que lleva a la iglesia, mientras no dejo de darle vueltas a lo ocurrido, a ese secreto. Ser heredero me colocaría en posición de no tener que volver a faenar, y que haría que mis soles vivieran como dos reinas, como lo que son. Desde lejos puedo observar las velas de las habitaciones del cura encendidas, está despierto.
Es enorme el fuego que me quema por dentro cuando pienso en Don Agustín. ¿Cómo ha podido ordenar matar a ese niño? ¿Y a su madre? ¿Qué clase de hombre es? ¿Dónde están sus principios, su doctrina católica?
Por otro lado, si soy tan importante para él, ¿por qué nunca se ha preocupado de tenerme cerca? Podría haberme conocido mejor, haber intentado ser mi padre en la distancia, si es que en realidad lo es.
Llego a la puerta de la Sacristía con el corazón a mil por hora, latiendo fuerte en mis sienes. Empiezo a pensar que no ha sido buena idea venir en este estado a hablar con el cura. Sin embargo, mientas lo hago, aporreo fuerte la puerta y grito el nombre de ese despojo de Dios. No corre viento, no se oye nada, solo mis furiosos rugidos.
Al momento se abre asomando la cara de Don Agustín. Puedo ver el miedo en su mirada, aunque disimula con una sonrisa y un saludo cordial, pero lo sabe. Conoce lo que ha ocurrido y sabe que vengo a pedir explicaciones. Sujeta la puerta con ambas manos, indicándome que no es buen momento para poder pasar.
Siento un pinchazo en mi cabeza y, dejándome llevar por mi instinto, de una fuerte patada abro la puerta por completo. El párroco cae de espaldas, a cierta distancia de la entrada, golpeándose la cabeza contra el suelo. Siento llamas corriendo por las venas de mis brazos, me arden los ojos.
Escucho un grito de mujer, seguido de un eterno silencio.
Al fondo de la estancia se encuentra Doña Consuelo, y tras ella mi Manuela, lo que me hace frenar en seco. Me acerco despacio hacia ellas, midiendo mis palabras.
- ¿Qué hacéis aquí? ¿Qué pasa?
- Ya está todo arreglado - dice con seguridad mi suegra. Una vez que la vieja ha muerto confesando, no importa quién sea tu padre. Todo es tuyo.
- Manuela,…, ¿Ya os habéis enterado?
- Sí, cariño. Tranquilo. Todo está bien.
- Pero,..., ¿Qué hacéis aquí? ¿Vosotras lo sabíais?
- Querida, tu marido es puro músculo. No me extraña que disfrutes con él en la cama como dices. Sin embargo pensar no es su fuerte - señala fríamente Doña Consuelo.
- ¡Mamá! No es el momento, por favor.
- ¿Cómo no hacerlo, hija? Si no fuera por nosotras, el cura nunca habría gastado sus caudales en hacer justicia. ¡A ver, jornalero!, te voy a contar una historia.
Con total tranquilidad esa mujer empezó a relatar el parto de Doña Mercedes, del que solo tienen cuenta ella y su amiga Agustina, la de Amalio. Explicó como ellas le buscaron un sitio para dar a luz y se encargaron de llevar el niño, de la entonces soltera Señorita Solano, al hospicio. Decidieron entonces no perderle la pista y sobornar a las monjas para conseguir que lo dieran en adopción dentro del pueblo, que fuese a parar a una mujer que ellas conocieran. De ese modo tendrían siempre la sartén por el mango.
Para poder aprovecharse de la situación, las dos jóvenes, Consuelo y Agustina, prometieron guardar secreto, y hacer lo imposible para casar a la primera hija que naciera de ambas con el codiciado varón. Agustina no tuvo hijas y Consuelo tuvo la suerte de tener la más hermosa del pueblo. Así que, una vez aleccionada la niña en su convenido futuro y convencida de que era lo mejor para toda la familia, no fue difícil hacer que se casara conmigo.
Mercedes se enteró de mi existencia el día de nuestra boda, Agustina no pudo callar. Pensó que a la ricachona le haría ilusión saber de mi paradero e incluso hacernos una visita ese día tan especial, en calidad de patrona, por supuesto. Sin embargo, el sentimiento de culpa de haberme abandonado, unido al hecho de tener que confesar relaciones antes del matrimonio, y con el mismísimo cura del pueblo, hizo que me rechazara aún más.
Don Agustín padece un trastorno mental que ha ayudado a ambas a convencerle, poco a poco, de la necesidad de hacer confesar a Mercedes para que su bastardo viviera como le correspondía. Debía poner las cosas en su sitio antes de morir.
Doña Consuelo continúa hablando, mientras mi esposa y yo permanecemos petrificados en la sala.
- Confieso que pensábamos que no llegaría tan lejos, no quería que hubiera muertes. Se le ha ido de las manos. Al final, tú también has intervenido más de la cuenta - hizo una pausa y sonrió. - De todos modos, la vieja ha dicho, y con testigos, lo que tenía que decir.
Estoy bloqueado. Mi cerebro procesa la información y asimila emociones a gran velocidad, pero mi cuerpo no se mueve ni un milímetro. Una idea recorre mi cabeza aplastando el resto: Mi Manuela no,..., ella no puede ser,..., somos almas gemelas. No es posible. ¿Toda mi vida es una mentira? ¿No hay amor?
Todo estaba orquestado desde que nací para poder controlar esa fortuna. Me siento vacío, manipulado por Doña Consuelo, y por,..., ¿por Manuela también?
Pienso que somos todos marionetas de la misma directora. Un montón de muñecos de trapo compartiendo escena, manejados al son de su egoísmo. Los Solano, mi madre, Doña Mercedes, Don Felipe, Don Agustín,…, mi Manuela,..., ¡todos!
Levanto la vista y veo a mi amor con la cara desencajada, con la mirada perdida en el suelo, asumiendo su culpa. Pienso en Clara, ella es real, es la única de mi vida que es verdad, es mi sol. Ella está bien ahora y al margen de todo esto. Pienso que podrá vivir con mi primo y será feliz.
No puedo, ni quiero, controlar la pena y la rabia que me dominan. Con gritos y empujones coloco a Manuela y a la arpía de su madre en una habitación contigua, cerrando su puerta con la llave que cuelga del pomo. El cura aún yace en el suelo sin sentido.
Salgo de la Sacristía condenando cada una de las habitaciones, y antes de llegar a la calle, dejo caer varias de las lámparas de aceite al suelo, bajo las cortinas y los muebles del vestíbulo, haciendo que la salida al exterior quede cubierta en llamas en cuestión de segundos. Van a correr la misma suerte que ellos mismos provocaron.
Me alejo de la Iglesia contemplando cómo va creciendo el fuego. Ni siquiera podrían subir a tocar las campanas para pedir ayuda.
La noche se ilumina con las llamas. En poco tiempo se podrán ver desde cualquier punto de Monvellín y los vecinos acudirán rápidamente.
Convencido de que ahora soy yo el director de mi propia vida, aunque no me guste el final que he decidido para ella, marcho hacia nuestra huerta.
FIN
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