Sus mejores relatos eran esos que nacían a la orilla del mar con la luz de la luna; sabía que sería uno de ellos cuando esa canción que había escuchado más de mil veces lo reclamaba, por lo general no sabía de qué escribiría, pero sí que sería uno de los “especiales”.
Se puso los auriculares, busco la carpeta que tan bien conocía, busco la canción número 7 y el mundo desapareció exceptuando la luna y el mar.
Las palabras fueron dibujando el rostro de su recuerdo, el segundo párrafo fue un intento de trazar líneas de letras que se unían entre ellas para intentar evocar su cuerpo, los resto del relato fueron un asomo al abismo donde habitaba la mente que portaba aquel ser
Nunca podía evitar que alguna lágrima cayese de sus ojos, pese a que muchos allegados suyos afirmaban que nunca lo habían visto llorar; en esas últimas líneas era donde se reflejaba su alma perdida por el camino.
Lo volvía a leer una vez más y acto seguido lo ofrecía como tributo (de la misma manera que había sacrificado aquellos relatos que habían nacido de la misma manera), metió la mano en la mochila, saco la botella de vodka y el mechero, hecho un largo trago de la botella y esparció un poco sobre el papel.
Después le prendió fuego al papel, las letras desaparecieron rápidamente, las cenizas fueron a esparcirse por el mar en busca de su alma perdida.
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