Débora López vivía en el piso trece de aquel edificio en la calle principal. Era el principal motivo de que la mayoría de los inquilinos se trasnocharan, cada vez que tocaba el piano en plena madrugada. Ella bella como el amanecer en una pradera, hermosa como el atardecer en verano y radiante como el sol de mediodía. De una inteligencia aguda, una memoria fotográfica que combinaba con el cuerpo más perfecto nunca antes visto en una mujer. Débora López apenas llegaba a los veinte y tantos años, era la mejor pianista del conservatorio. Tocaba piezas de Chopin, Beethoven con la perfección de un dios de la música. Su apartamento era el lugar de reunión de grandes músicos. Desde violinistas que la acompañaban en su rasguñar de piano, hasta cantantes barítonos que hacían de Farinelli en pleno apartamento. Eran hermosas aquellas veladas donde la preciosa Débora viajaba en las melodías triste de su piano. Una que otra pieza llena de alegría momentánea lograba traerles paz a los inquilinos. Pero todo terminaba para ella, aquel año lúgubre en que murió de un derrame cerebral. Los inquilinos se contentaron de oír más el piano. Lo cierto es que se logran escuchar débiles notas a medianoche, justo en el piso donde vivía Débora. Muchos juran haber visto su fantasma, pálido y translucido que se sienta en el banquillo a ejecutar fantasmales melodías hasta las tres de la madrugada. Ella los mira, ella sonríe porque sabe que aun más allá de la muerte seguiría haciendo lo que más le gusta: tocar el piano.
¡Hola Diony muy buen relato! Puedo escuchar a Débora López tocar el piano a las tres de la madrugada. Felicitaciones.