James Rosendahl, ayudante de policía del pueblo, no podía pegar ojo y se levantó otra vez para tomar un buen lingotazo. Desde que Amanda se fuera hacía ya meses, no había vuelto a dormir más de cuatro horas seguidas y esa noche no iba a ser la excepción. Él la quería a su manera, aunque nunca se lo había dicho. Era de esos hombres que no mostraban sus sentimientos. Ni un te quiero en cinco años de matrimonio. Ni un abrazo. Nada. Y se odiaba por ello. Su carácter había causado la demanda de divorcio y todo lo demás. Si hubiera sido de otra manera, seguirían juntos; si hubiera sido un buen ayudante de policía. La falta de Amanda lo había abocado al alcoholismo. Unas veces, en las noches de embriaguez, la veía sentada en el sofá o paseando por la casa en sus quehaceres cotidianos y, la echaba tanto de menos, que no podía pasar un día sin acudir a su cita con el whisky. Pero esa noche, después de haber ingerido media botella de Johnnie Walker y cuando volvía a verla otra vez, algo había cambiado. Estaba allí realmente, en carne y hueso. Su Amanda. Dejó caer la botella y la abrazó tan enérgicamente que se escuchó un crujido y ella se convirtió en un bloque de tierra que se deshizo. Aturdido, dio un paso atrás y se tropezó con la botella, yendo a parar de espaldas al suelo. Otra visión, la más real de todas. Y ya no podía más. Así no. Se acurrucó y rompió a llorar como otras veces que tomaba. El alcohol, por decirlo así, era lo único capaz de exponer un poco a su yo más sensible. Una vez se hubo desahogado, se sentó en el sofá y se quedó mirando, con los ojos todavía enrojecidos por las lágrimas, a la luna llena a través del ventanal. Respiró hondo y salió al exterior. A pesar del invierno, era uno de esos días no demasiado fríos en los que se podía estar en la calle con un jersey. Se sentó en la bancada del porche y fijó la mirada sobre la hierba alta del jardín que alcanzaba hasta la barandilla. Lo retrotraía a Amanda y la cortadora de césped, pues era ella quien se encargaba de mantener el exterior limpio de alimañas y malas hierbas. Después de un rato, volvió a entrar y fue al comedor para sentarse en el sofá a seguir con la botella. Nunca tenía bastante, como se suele decir. Cuando se agachó a por ella, la luz de la la luna se reflejó en lo que parecía ser un anillo bastante pequeño y redondo, colocado sobre un montón de tierra y a un metro de él. Una vez recogido, lo analizó durante unos segundos antes de arrojarlo al suelo tras darse cuenta, con horror, de que era la alianza de Amanda lo que sujetaba entre los dedos. Giró entonces la cabeza hacia la botella de whisky. ¿Podía llevarlo el alcohol a semejante extremo de delirio? ¿O acaso la añoraba tanto que había perdido la cordura? Inmerso en sus cavilaciones, un ruido proveniente del exterior, llamó su atención. Alguien había vuelto a saltar la valla. Después de lo de Amanda, les había dado por colarse, aunque siempre conseguían desaparecer sin dejar rastro. ¿Quién y por qué? No lo sabía, pero sospechaba que se trataba de gamberros jugando a esconderse entre la maleza. Era la quinta vez en los últimos meses y no estaba dispuesto a permitirlo. Bajó al sótano, abrió el armero y extrajo una escopeta para, con la valentía que le proporcionaba el alcohol, salir al jardín. Les iba a dar un buen escarmiento por irrumpir en casas ajenas. Abrió la puerta de la calle con violencia y esta golpeó el tope del suelo, lo arrancó de cuajo y el pomo se incrustó en la pared. Desde el umbral, efectuó un disparo al aire y se desgañitó hasta el punto de casi desgarrarse la garganta con la intención de disuadir. Estaba harto. En la hierba seguían escuchándose ruidos y estuvo tentado de volver a estirar del gatillo, pero sabía que solo le quedaba un cartucho y mantuvo la posición mientras amenazaba a los intrusos con volarles la cabeza. Como aun así no cesaban los ruidos, decidió, con pie firme, internarse en la maleza. A quien descubriera, no iba a volver a salir. Y eso es lo que advirtió. Nadie podría reprocharle nada y tampoco pisaría la cárcel. Bendita ley, pensaba. A medida que avanzaba, siguiendo los ruidos que se confundían con sus pisadas, la adrenalina le aceleraba el pulso y gritaba como un enajenado a quien quisiera que estuviera acechándolo. Sin darse cuenta, acabó en un rectángulo de tierra sin hierba que llevaba semanas sin visitar: la sepultura de su Amanda, a quien, tras el divorcio, había asesinado de un cañonazo de escopeta. La misma que portaba esa noche. Mirándose entonces las manos, la arrojó al suelo, se postró sobre la sepultura y rogó al cielo que lo ayudara a redimirse de su pecado. No podía soportar más la culpa. Y estando allí, cerca de los diez minutos o quizá algo más, de los quince, fue consciente del silencio. Los gamberros, como de costumbre, se habían ido sin dejar rastro. Ya se encargaría de ellos otros día, si es que volvían. Cuando fue a levantarse, dos manos esqueletizadas emergieron con vigor desde la tierra y lo agarraron por el cuello. Lo arrastraban. Él intentaba zafarse, pero cuanto más se resistía, más fuerza ejercían. Y entonces, tras unos segundos de forcejeo, desapareció, engullido por la venganza.
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