En un tiempo donde los hombres veneraban a los dioses antiguos, éstos moraban en la cima del monte Olimpo. Desde allí custodiaban el destino de los mortales, en lo que parecían tiempos oscuros, plagados de disputas, hambrunas y heridas que reclamaban verter más sangre sobre la tierra para su sanación.
Esta situación horrorizaba a la mayoría de los dioses, y digo mayoría, porque la diosa Eris, disfrutaba de ella. Se regodeaba con la visión de los campos teñidos de sangre, se regodeaba con la muerte y el caos que se sembraba a su paso, cuando lanzaba su manzana dorada al suelo.
Ares se quitó su casco corintio y la reprendió:
—Debes parar estas muertes—le exigió agarrándola por las muñecas, obligándola a contemplar la masacre que se extendía colina abajo.
Ella le envolvió las muñecas y las hizo volver a sus costados con un movimiento fluido y esquivo.
—¿Te olvidas de con quién estás hablando?
Eris pretendía hacerle perder los nervios, pero él controló el dominio de sí mismo y habló tranquilamente:
—Soy el dios de la guerra. No te conviene tomarme por uno de esos simples mortales.
Ella meneó la cabeza, dándole a entender que no lo hacía.
—Mis disculpas. Ninguno de nosotros somos un simple saco de huesos.
—Carne y huesos—la corrigió Ares.
De todas formas, su deber era advertirla. El padre de todos, estaba molesto, muy molesto; y si él decidía castigarla las consecuencias serían terribles.
Los días pasaron y Eris restó importancia a las advertencias recibidas. Pero Zeus espiaba su comportamiento y Hera lo apremiaba a castigarla.
—¿¡Qué clase de padre de los dioses y hombres eres, si no te haces respetar!?
—¡Basta, ya lo hemos hablado mujer! —le rugió él, tomándose una copa de vino en un recipiente dorado fabricado por el mismísimo Hefesto.
Hera se irguió en toda su altura, plantándose delante de él con las manos en jarras.
—Te he aguantado muchas cosas. Hasta tus continuas infidelidades con esas insignificantes mortales casquivanas, por no hablar de tus bastardos.
—Bastardos a los que tú has tratado de matar en innumerables ocasiones.
—¡Y que mataría si pudiera!
Él se le acercó y supo que había sobrepasado la línea. Cuando levantó la mano y se formó entre sus dedos un pequeño destello azul de energía.
—Si lo dejara caer. Dejarías de ser una insignificante molestia, tanto para mí como para mis bastardos. Vuelve a amenazarme y no tendré piedad de ti. Ni habrá Olimpo alguno donde puedas esconderte.
Ésta dio un paso atrás y luego otro. Pensando en la seriedad de su amenaza, se escabulló silenciosamente de su vista.
Tras la marcha de su exasperante mujer. Zeus se reclinó sobre su asiento y llevándose una mano a la cara, pensó en la urgencia de poner remedio a tan nefasta situación. Y concluyó que lo mejor era consultar a su sabia hija Atenea.
La diosa de ojos claros, recibió el mensaje de Hermes, el dios protector de viajeros y mercaderes. En cuanto lo vio con sus sandalias aladas, supo que se trataba de una situación apremiante y como los rumores no dejaban de extenderse, pese a los intentos de su padre por silenciarlos, no creía que su causante fuese otra persona salvo ella.
—Padre de todos—formuló ella, besándole la mano.
—Eres la única de mis hijos, que me da alegrías.
—Lamento tener que oír eso, padre.
Zeus le hizo un gesto con la mano, para indicarle que no eran necesarias sus disculpas.
—Supongo que alguien tan sabia como tú, sabrá el por qué de mi llamada.
Ella asintió y la pena se reflejó en su mirada cobalto cuando dijo —Eris, es ella la gran causante de vuestra congoja.
—Sé que siempre ha sido vuestra debilidad, padre. Pero los humanos sufren por su causa, tanta crueldad no está justificada.
Él paseó los dedos por los rizos de su barba, rascándosela, y pareció decidido respecto a su proceder con ella.
—La conozco bien y sé que no parará. ¿y qué clase de Padre sería si me desentiendo de las plegarias de los humanos?
—Uno malévolo.
Zeus la miró sorprendido.
—Así te verían los mortales, padre.
—Me has ayudado a ver la luz hija. Como siempre tu sabiduría es bienvenida.
Se despidió de ella amablemente y dos días después hizo llamar a su hijo el artesano, para que tuviera listo un encargo.
Zeus se desesperó con su lentitud, Hefesto caminaba muy despacio hasta su trono, su cojera le impedía ir más deprisa.
El artesano admiró su obra, un trono decorado con nubes que se arremolinaban un par de cabezas sobre él y amenazaban con la proximidad de la tormenta. Un trono que brillaba majestuosamente con la luz del sol.
La sala principal con forma elíptica y dieciséis columnas, permanecía desocupada. Zeus no deseaba que nadie traspasara esos pilares de mármol níveos, para escuchar ni una sola palabra de lo que iban a discutir.
La fealdad de su hijo no parecía disimularse con los años. Recordaba el día de su nacimiento y cuanto se asustó Hera, lanzándolo del monte y desgraciándole la pierna para siempre.
—¿Tienes lo que te pedí?
—Por supuesto.
Él siempre cumplía con sus plazos.
—Bien—respondió—, Tráelo ante mí.
Una caja metálica revestida de madera, apareció ante él. Insignificante a simple vista, ocultando su verdadero y oscuro propósito.
—Magnífico trabajo—dijo él, admirando su refinado acabado.
Una semana después Zeus hizo una fiesta con la intención de limar asperezas entre sus hijos. El motivo de la misma desconcertó a alguno de ellos, negándose a acudir, pero para su fortuna, hubo otros que entendieron sus propósitos, como Artemis, la diosa de la caza y protectora de animales.
Ella debió de intuir la verdadera naturaleza del festejo y animó al resto a acudir, aunque no fueran de buen grado. Todos estaban allí, pero la invitación dejaba clara una prohibición, acudir con cualquier tipo de arma divina, al fin y al cabo, se trataba de una reunión de reconciliación, o eso afirmaba el padre de todos.
Eris se presentó la última, para dejar claro que no respetaba las normas. Llevaba su melena negra suelta y un vaporoso vestido que combinaba con la oscuridad de su esencia.
—Padre de todos—articuló.
Provocando murmullos a su llegada, murmullos que se hicieron más grandes cuando ella les provocó.
—Espero que no deseéis que permanezca mucho tiempo. No quiero disgustar a nadie con mi presencia.
Unas pequeñas arrugas se apoderaron de sus ojos, aunque todo parecía normal en la cara de Zeus.
La fiesta transcurrió relativamente tranquila. Maravillosos bailarines danzaron allí y en su punto álgido, el padre de todos se levantó de su trono y habló.
—Queridos hijos e hijas. Es mi deseo que la paz reine entre nosotros, por eso he querido honraros con este festín en vuestro nombre. Y quiero seguir haciéndolo con un regalo especial que tengo para cada uno.
Los aplausos no se hicieron esperar. Y Zeus repartió él mismo los regalos, entregándoselo uno por uno a sus hijos, hasta que llegó el turno de Eris.
Ella se arrodilló como habían hecho todos sus hermanos y extendió sus brazos sin un ápice de humildad y con una descarada soberbia.
—¿Qué tienes para tu hija predilecta? —inquirió sarcásticamente.
—Para ti, tengo algo que a ninguno de ellos le he dado—exclamó él, dulcificando su mirada.
—¿Una caja? —contestó algo decepcionada.
—No es una caja cualquiera. Es obra del mismísimo Hefesto—y conociendo la naturaleza mezquina de ella añadió—, en su interior encontrarás algo muy codiciado por tus hermanos, algo que a ellos no se me ocurriría darles.
Sus palabras la dejaron enormemente complacida.
Zeus se retiró de su lado y volvió a su asiento.
—¡Ábrela! —le rogó y ella lo hizo. De hecho, con algún mecanismo de su complicada cerradura se pinchó. Y sintió como su divinidad le estaba siendo despojada, trató de cerrar aquello, pero no podía, llevaba un poderoso hechizo que padre le había preparado.
Su cuerpo perdió el vigor al que estaba acostumbrada, cayó al suelo y la caja lo hizo con ella, permaneciendo todavía abierta. Eris se alejó todo lo que pudo, arrastrándose por el suelo y oyó su sonido metálico al cerrarse, pero su esencia divina la abandonaba, desapareciendo de su torrente sanguíneo.
Se asomó al confín del Olimpo y extendió su dedo índice para que su gota de sangre cayera. Para maldecir con su último ápice de divinidad a los mortales por toda la eternidad.
—Que se levanten templos en vuestros nombres, que la sangre se derrame por la búsqueda del Dios verdadero. Y que la humanidad padezca tanto que se olvide de vosotros, que ese día vuestras ofrendas se hagan huesos y vuestros templos se conviertan en cenizas—concluyó su maldición cerrando los ojos, pero no murió, aunque hubiera deseado esa sentencia, pues la que le fue impuesta era mucho peor.
Viviría entre los mortales como una más de ellos. Y cuando muriera, el destino de su alma estaría ligado a sus acciones, quedando sellado al mundo de los hombres, sirviendo de ejemplo, para todo aquel que osara desafiar a los dioses.
Esta versión está muy entretenida, gracias por compartir. Si pudieras agregar el relato a una categoría, estaría aun mejor 😊