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Miguel Marqués

La ayuda de Dios


"A quien madruga, Dios le ayuda", pensó todavía sentado en la cama. Intentaba darse ánimo a sí mismo. El día anterior se durmió en torno a las dos de la madrugada y había caído en un sueño sobresaltado, intranquilo. Seguro que no había dormido profundamente en toda la noche. Su esposa, Carmen, sin embargo descansaba cómoda a su lado, emitiendo un ronquido suave.


Se arrastró al lavabo, donde abrió la llave del agua y se dio cuenta de que la caldera del agua caliente debía de haber fallado durante la noche. Cuando se percató, en concreto, estaba desnudo y con el pelo enjabonado. Trastabilló hasta la cocina y la puso en marcha. Se resistió la cochina máquina y volvió a señalar algún fallo. Error número catorce, parpadeaba la pantalla led, como si él pudiera recordar en qué consistía ese error en concreto. Masculló un juramento. Siempre pasaba igual cuando hacía frío en la calle. Tuvo que reiniciarla varias veces.


Entre tanto, se fijó en que su mujer debía de haber puesto una lavadora la noche anterior. La ropa descansaba en el tambor en un batiburrillo húmedo y multicolor, así que se dedicó a tender las prendas en las cuerdas de la ventana de la cocina. Daba a un patio interior, pero el frío de la madrugada le cortaba la carne. Mientras maldecía medio en pelotas y con el pelo húmedo se percató que la vecina lo observaba desde el otro lado del patio. Lo miraba con gesto de desaprobación, los labios apretados y la nariz arrugada como si algo oliera mal, como quien observa un documental de animales en la tele: curiosidad y un leve puntito de asco. Entró de nuevo en la casa y regresó al baño para comprobar que su mujer se había encerrado ya y se estaba dando una ducha. La oyó tararear alguna canción que no fue capaz de reconocer.


Decidió entonces poner una cafetera, todavía dormido, enfadado y resignado a llegar tarde a la oficina, ahora que su amante esposa le había tomado la delantera. La cafetera no había sido vaciada la última vez que se usó. Era uno de esos modelos de puchero. Cuando la fue a abrir se dio cuenta de que estaba apretada a conciencia. Eso seguro que era culpa suya. Giró el vaso con más fuerza y se quedó con el asa en la mano.


Maldijo fuerte y en voz alta, lo que despertó a Golfo, el perro de la familia. Golfo empezó a ladrar junto a la puerta porque quería salir a su paseo matutino. Su mujer entró en la cocina, ya medio arreglada. "Vaya jaleo que estás montando a estas horas, cariño", le dijo a modo de saludo.


Volvió al baño para ducharse por fin. Abrió el agua caliente, pero la caldera había vuelto a fallar. Salió del baño sin saber si reír o llorar. Bueno, sí lo sabía. Tenía más que nada ganas de llorar. Carmen se hizo oír sobre los continuos ladridos de Golfo: "Oye, hoy tengo que entrar antes a trabajar, da tú un paseo rápido al perro para que mee al menos, el pobre". No pudo contestarla, porque inmediatamente cerró la puerta tras de sí. Golfo, al ver que la puerta se cerraba sin que lo llevasen a dar su paseo, continuó con sus ladridos acompañándolos a partir de ese momento con grandes saltos hacia la puerta. Parecía un bailarín ruso drogado. Y con la lengua muy larga.


Reinició de nuevo la maldita caldera. Miró de reojo la cafetera, abandonada sucia y rota en el fregadero. Cuando salió al pasillo se sorprendió de que Golfo se hubiese callado. Junto a la puerta de entrada había un charco y el animal, sentado a medio metro, le ponía cara de pena.


Ya llegaba tarde a trabajar. Al día siguiente quizá debería levantarse un poco antes.

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