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Los Reyes Magos

––––––––––––––––- Cuento de Reyes Magos ––––––––––––––––-



Diz que los Reyes Magos vinieron de Oriente (Extremo Oriente, en realidad) hace, aproximadamente, dos mil años para hacer una visita de cortesía a un niño recién nacido – indigente como sus padres – en una cabañita habilitada para establo de una vaca lechera y de un burrito. Pues bien, el caso es que los tres reyes – Melchor, Gaspar y Baltasar, estos eran sus nombres verdaderos, que después cualquiera se ha proclamado rey con nombre ficticio – creyeron ver una estrella que destacaba del resto por su intensidad lumínica y pensaron, quizás ingenuamente, que aquella estrella era una evidente señal que alguien les enviaba para que estuviesen alerta y con los ojos bien abiertos porque algún acontecimiento relevante se iba a producir o se estaba produciendo en aquel momento. Y claro, los reyes vieron, en efecto, la estrella y, absortos, se miraban entre sí, y miraban después a la estrella, como preguntándose, sin decir palabra, qué podría significar aquella estrella singular, quizás – pensaban – sería un augurio, a lo mejor una profecía, o un milagro. Así que como no tenían ninguna seguridad de lo que aquello quería decir o lo que les anunciaba, hincaron espuelas a los camellos por ver de encontrar cuanto antes a alguien que se cruzase en su camino y les pudiese informar por indicios, por conjeturas, o incluso podría suceder que por noticias, si no oficiales, al menos oficiosas, de que en Belén, un pueblecito apartado de su camino, a unas dos leguas de donde ahora se encontraban, había sucedido algo extraordinario. Sólo de esto se pudieron enterar, así que, montados en los camellos, siguieron caminando, ojo avizor, a la aventura, por ver de encontrar a alguien que estuviese mejor informado, quizás un vagabundo trotamundos especializado en noticias y edictos amarillos, de prensa rosa, que les pudiese poner al día de cuantos detalles conociesen, aunque no estuviesen confirmados oficialmente. Y sí, tuvieron suerte, porque de pronto vieron que se acercaba una mujer, al parecer lugareña, medio encorvada, envuelta en una túnica parda y con un halda a modo de faltriquera. Y resultó que, preguntada al respecto, les confirmó, con pelos y señales, el acontecimiento que, sin comerlo ni beberlo, ella misma había protagonizado.

Se trataba de una pareja – parecía un matrimonio, dijo – que se cruzó con ella en Belén, la mujer, con el vientre hinchado, quejándose, al parecer de los dolores de un parto inminente. Compasiva, según dijo la mujer, les preguntó que si les podía ayudar y como la respuesta fuera afirmativa, entraron en una especie de establo que allí mismo, a la derecha entrando por una callejuela, se encontraba. Y allí, en una especie de nido de pajas, entre una vaquita y un burrito, la mujer atendió solícita a la pobre mujer encinta mientras el hombre se sentó en un rincón llorando con enorme desconsuelo, mesándose los cabellos como si una gran desgracia hubiese caído sobre su cabeza. Y ésta era – o lo parecía al menos – la verdad, pues que hacía unos meses, estando él en su taller de carpintero rematando una cómoda que le había encargado un su amigo íntimo – un tal Nocodemu Nolasco – como ofrenda y arras de matrimonio con la que iba a ser su mujer, apareció de pronto un pichón arrullando con interés desusado. José Artesano, que tal era el nombre del carpintero, miró a la paloma – él creía que era, en efecto, una paloma – y enseguida comenzó a darle vueltas a la cabeza por el sentido que tendría que aquel ave le fuese a visitar. Y fue el caso que sin hablar siquiera – las aves en aquella época todavía no hablaban – Artesano el artesano supo, sin duda ninguna, que su mujer mantenía contactos de índole non sanctus, pero lo dejó ahí mismo, sin pasar a mayores ni dar tres cuartos al pregonero. Y claro, las cosas no se arreglan solas, ni ocultándolas, sino que si se dejan al albur, sin tomar medida ninguna, van creciendo como una bola de nieve y…

Pues bien, de aquel episodio nació un niño, que la mujer, cual buena samaritana, despojándose de una toquilla azulada, envolvió con ella a la criatura, la depositó en un establo en el que comía el burrito, le cantó una nana y, cumplida su buena obra, se despidió deseándoles suerte. José, en el rincón, aunque echando las muelas, le dio las gracias más sinceras y se prometió que aquello no podía quedar así y que había que buscar tres pies al gato.

Pero el hombre propone y Dios dispone, como sabemos hoy, así que en estas llegaron los Reyes Magos y se postraron ante el niño recién nacido, y le ofrecieron oro de ley en lingotes de 18 quilates, incienso para espantar los malos espíritus, y mirra, una sustancia que les entregó un labrador que decía que lo había encontrado en Jerusalem y que tenía propiedades hipnóticas.

Y así, de esta manera, en aquel momento, empezó a montarse el Belén, y los tres Reyes, tan contentos, el día de Epifanía, el día de este hecho singular, se propusieron viajar tan rápidos como el viento para llevar a todos los niños, sin distinción de razas, religiones, culturas ni sexo, juguetes que ellos, con la ayuda de edecanes y ayudantes expertos, repartían a manos llenas.

Y así fue como desde entonces la paz reina sobre la faz de la Tierra y los dos millones de galaxias – o sea doscientos mil millones de millones de planetas – que no vemos, pero que adivinamos, en el cielo, los días claros del verano. Porque en invierno la cosa varía por el cambio climático.

También con el tiempo han ido saliendo imitadores – desde el Papá Noel a San Nicolás con sus renos y todo, o Eric el viquingo, a bordo de sus barquitos o sus trineos, coronado de cuernos el hombre, o Santa Claus, norteña ella, de Laponia, y germánica, hogareña y servicial, muy buena persona al parecer, que se encarga, sobre todo, de los juguetes de poca entidad pero utilitarios y pedagógicos, por lo que últimamente está la pobre casi de brazos caídos por la escasa demanda, pues los niños, como es natural, prefieren los cañones y las pistolas, los aviones supersónicos que matan muy bien, sobre todo en el Medio Oriente, y las play stations para liquidar a viejecitas que siempre están estorbando y dando la lata. Y las niñas quizás como siempre, más modositas ellas, poco han cambiado (en tiempo de tribulación no hacer mudanza, dicen), sus muñequitas Pepis, o Nadiuska, o Pepita Jiménez, o sus cocinitas para hacer todos los guisos (paellas, cocidos, lacón con grelos, – pan tumaca, no, porque al parecer es extraño, quiere decirse extranjero – lentejas para la Nochebuena, pavo guisado a la albahaca, a las finas hierbas, capón al horno con chorrito de ajonjolí y hierbabuena al vapor, y muchos etcétera. Y así ad aeternum.

Pues nada, que hasta el año que viene. Besos, abrazos y un poquito – sólo una pizca – de felicidad. Ah¡se me olvidaba. Y salud, mucha salud. Salud a morro.


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