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Enjambre de nombres propios (2)


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A mi izquierda una mujer morena, con un manojo de libros apoyados en sus piernas, habla de Gürtell con toda la naturalidad del mundo, sus acompañantes toman tinto de verano con sabor a limón, llevan piercing en las cejas y calzan unas botas negras de aspecto militar que dan calor tan sólo al mirarlas, una del grupo alarga la mano y los demás depositan unas monedas. Hay un corro algo más numeroso en torno a una mesa alta repleta de vasos y botellas, acciones preferentes me ha parecido entenderle en la distancia a uno de ellos, aunque supongo que hablará de algún familiar porque su edad no es para tener a De Guindos como causante de sus males, por allí cerca anda la cosa diminuta al que nunca veo con las manos ocupadas y lo mismo está en un rincón que en otro, como en oleada llegan más vasos de los soportales cargando cerveza y pidiendo paso como ambulancia en un atasco, ¡a mí que me va contar Alierta!, oigo por la parte derecha de mi lugar de espera, luego se entrecruzan opiniones sobre Telefónica, Vodafone, Yoigo, que no acierto a descifrar porque me suena el móvil y tengo que atenderlo. Es Lucía que me había mandado un mensaje, que no tardará, que me tome algo. Miro al frente, veo el mar de cabezas que me separan de la fuente de emisión de líquido amarillo y pienso en la poca sed que tengo, a pesar del calor que está haciendo, si me levanto me aplican la vieja regla “el que fue a…” ¿qué hace el ser minúsculo tan cerca de la espalda del hombre del puesto? ¿será capaz? Apoyados en un naranjo una pareja se besa, Facebook parece ella decir con la boca cerrada, Zuckerberg  ⸺le contesta él con un movimiento más convulsivo de labios, Morgan Stanley⸺ termina diciendo ella; no puedo seguir el trabalenguas porque me distraen los amigos de Montañez que vuelven a enarbolar la bandera y lanzan gritos de ohé, ohé, ohé, aunque ahora quienes salen a relucir son Negredo y Navas. Dos filas más debajo de mi posición una mujer habla de la jueza Alaya, se contonea y trata de imitar su toque de pelo, los demás ríen a mandíbula abierta, el camarero de los vasos, en pantalón corto y camiseta serigrafiada se desliza de espalda en espalda rescatando la cristalería que no está en uso. Mis ojos enfocan de nuevo el puesto de las patatas fritas, oigo por derecha algo relativo al dúo Griñán-Valderas y acto seguido como si hubiese llegado una corriente de agua, la masa se abre y se cierra para dejar paso al ser diminuto que zigzaguea como si fuese Leo Messi, alguien trata de seguirlo pero es hábil como una ardilla, lo pierdo, vuelvo mis ojos al puesto y oigo vociferar al dueño del chiringuito al que le falta el bolso que tenía sujeto a la cintura y clama al cielo para que interceda en su favor, siguen volando las cañas de cerveza por encima de los hombros, ¡Goirigolzarri!, se atreve alguien a gritar por mi izquierda, no vuelvo la cabeza, trato de mirar por el lugar donde vi por última vez al pequeño diablo y tan sólo percibo a gente sacudiéndose los pantalones o las camisetas, como si de repente hubiese caído sobre ellos parte del líquido que estuviesen bebiendo, dos camareros con un cubo de plástico negro, un cepillo y un recogedor retiran del suelo los restos del naufragio causado por la estampida del pequeño ser que huyó con su botín.

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