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El último cisne

Suzanne se enamoró de un cuadro del museo Thyssen. Era la “bailarina basculando o bailarina verde” de Degas. Apenas cerró los ojos asumió la personalidad y la época de los tutús verdes, blancos y rojos. Nada había más bello y turbador que aquel instante…

Se había detenido a leer una carta que según la leyenda perteneció a una de las bailarinas del cuadro. Empezó a leerla con manifiesto interés:

"Uno. Dos. Tres. Uno. Dos. Tres. La luz del salón se escondía formando recovecos y atmósferas únicos en su belleza y quietud. Mis compañeras se agrupaban formando un solo ente de color rojo. Todas eran bailarinas expertas y todas habían entrenado durante meses para alcanzar la perfección en este “Lago de los cisnes”.

—Así, así es perfecto—dijo la profesora con su particular aire de autosuficiencia—.

—¿Podéis hacerlo otra vez? Sí, desde el principio y tú Bérénice —se dirigió a mí con una sonrisa.

—Tiene que parecer que eres una dama que sufre por amor, que desea ser elegida por Sigfrido. Parece que vayas a comprar el pan. Falta sentimiento, falta emoción.

—Lo siento —.Bajé la cabeza con cierto sonrojo.—Repitámoslo otra vez.

Sabía que mi tutú verde iba a ser el objeto de todas las miradas. El mismo tutú tenía su propia historia. Un regalo transmitido de generación en generación cuyo tacto era suave y embriagador. Era la primera bailarina y como tal decidí adoptar una postura convenientemente servicial pero firme.

Uno. Dos. Tres. Uno. Dos. Tres. Ésta vez sí, sentí que mis músculos respondían y se estiraban sin esfuerzo, que la conjunción de nuestros cuerpos era una armonía invisible y lograda, que el amor había entrado en nuestra vida y respiraba entre las almas, los tutús y el escenario. Que podíamos compartir con el mundo nuestra pasión por la danza y nuestros pasos precedían la unanimidad de un público entregado y la universalidad de una propuesta.

Terminamos el ensayo y en pocos instantes caminaba por París soñando la magia del día del estreno. Damas vestidas con tules y sedas, hombres con trajes y uniformes de gala, silencio seguido de infinitos aplausos. El teatro vibraba, de nuevo el tutú verde vivía una noche de éxito como el de mi abuela, el de mi madre.

De pronto, ocurrió algo inesperado. Anduve tan deprisa que no vi el obstáculo de una escalera y tropecé fatalmente en el asfalto. En un principio, no parecía grave. Pero pronto se confirmaron mis temores.

El doctor Matusse se puso en pie y me observó con detenimiento.

—Querida, me temo que…

No. No lo digas. No es una lesión tan grave.Volveré a caminar,a correr a volar y a bailar como lo había hecho siempre desde que aprendí a caminar. Seré famosa y recorreré los rincones más elegantes de Europa y Estados Unidos, quizá Rusia, Australia…¡seré libre de sentir la danza y ofrecérsela al mundo!

No. Con el tiempo podría caminar pero la recuperación era muy dudosa para volver al ballet en plenitud de recursos y salud. No siendo joven. Entonces, ¿cuándo?

Uno. Dos. Tres. Ya no conseguía mirar directamente a las luces del salón. No podía. Me embargaba la desdicha y las lágrimas caían como cataratas sobre mis mejillas convirtiendo mi rostro en una cruel caricatura.

Esperaba sentada y era testigo del resplandor de la obra y la maestría con que se movían las bailarinas. Eran jóvenes y bellas. Y habían renunciado a todo con tal de llegar a ése día y a ésa hora. La música apaciguaba mi alma y también acentuaba mi derrota.

—¿Quién ha dicho que no volveré a bailar?— Nadie lo ha dicho—. Y en efecto nadie lo había dicho en voz alta. Nadie había pronunciado las palabras “no”,”jamás” y nadie lo había hecho por miedo a que se fracturase mi alma como se había fracturado mi pierna.

No asistí al estreno. Era demasiado. Demasiado silencio a mi alrededor, demasiada inocencia violada, demasiada juventud marcada por un paso maldito.

Suspiré. Me acerqué al teatro para regalar mi maravilloso tutú verde a una de mis compañeras, Sophie. Seguro que ella lo agradecería ya que a partir de ahora sería primera bailarina. A ella le iba a corresponder todo el éxito y la dicha que me habría pertenecido por derecho y sin embargo, no le guardaba rencor.

Nos abrazamos y ella me dijo que pidiera la opinión de otro médico. Al fin y al cabo se trataba de un diagnóstico, debía y tenía que comprobar que era verdad y no se equivocaba y que tal vez el ballet no iba sólo a ser pasado en mi vida.

Han pasado más de veinticinco años desde aquella noche del lago de los cisnes. Aquella época en que fuí la mujer más feliz y la más infortunada. Tan pronto se me otorgó el don me fue arrebatado. Los médicos terminaron por confirmar el análisis del doctor Matusse. Pero la esperanza ha resurgido entre los mejores teatros.

Uno. Dos. Tres. Mi hija lleva puesto hoy el tutú verde que le presté a Sophie y lo va a lucir con sumo orgullo y satisfacción. En definitiva, una parte de mí siempre estará bailando".

Suzanne abandonó el museo con una copia del cuadro en su regazo mientras una sonrisa se dibujaba en sus labios al recordar a la dulce Bérénice.


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