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El mundo de la noche

El mundo de la noche

Allí estaba de nuevo Izamal, removiendo los piececitos bajo su cobija, mirando los delgados hilos de plata que se dejaban caer en la minúscula apertura de su ventana. No le gustaba permanecer así, en la penumbra, quieta y callada, se parecía mucho a estar muerta, pensaba, lo hacía solo porque su abuela se lo pedía. Siempre le decía que no se andará tarde por el pueblo, que estaba mejor tapadita en su camita, y siempre que le preguntaba por qué, su abuela, con sus ojos surcados de arrugas, grandes como la luna llena, le contestaba —Porque el mundo de la noche es diferente— Pero a falta de detalles, esta explicación solo avivaba el deseo de salir de su cuarto a descubrir de una vez por todas cómo era ese mentado mundo de la noche. La curiosidad crecía con cada atardecer, y si no hacía nada al respecto no podría pegar ojo, ¡Es más!, se iba a enfermar de tanto desvelo, y bajo esta premisa consideró que su causa era justa, así que tomó el candil y encendió su vela con los cerillos. Salió de su cuarto bien agachadita y sin calzarse, ¡Ni un ratón tenía pies más ligeros!, abrió la puerta quedito quedito, girando muy lento el picaporte hasta que las bisagras cedieron, y atravesó el umbral.

Las calles a media noche sí que se veían diferentes, las casas, en completo silencio, más parecían fantasmas erguidos bajo la luz azulada que les arrojaba la luna, las estrellas brincoteaban en el cielo, haciendo ruidos como de cascabel, las flores daban vueltas en las macetas igual que frágiles bailarinas que giraban sus corolas, ¡Hasta los árboles danzaban con sus ramas!, ejecutando movimientos lentos y hermosos cual nobles gigantes, curioso que Izamal no pudiera ni doblar los dedos, sus ojos, ahora tan abiertos como los de su abuela, se iban llenando de una cosa tras otra a medida que avanzaba. Las luciérnagas eran por poco las únicas forasteras que llevaban luz aparte de ella, pero la mayoría, como bien era sabido, preferían las afueras, el monte, de modo que no había muchas, como fuera el caso, una de ellas se acercó reconociendo la luz cálida del candil como familiar y con una voz chiquita dijo —Hola amiga luciérnaga, ¿Eres nueva?, no te he visto por aquí, ¿Cuál es tu nombre?.

A lo que la chiquilla respondió. —Izamal, pero no soy luciérnaga si no niña, lo que ves aquí es fuego.

—¡A!, con razón estabas tan alta. Continuó el bichito, a lo que siguió un silencio incómodo, como Izamal no quería que la pobre se sintiera avergonzada rompió el hielo preguntándole —¿Por qué bailan los árboles, las flores y las estrellas? —

—Se la viven en la bailadera, casi siempre están felices— contestó la luciérnaga encogiéndose de hombros.

— ¡No es posible!, ¡Yo nunca lo había visto! — Exclamó la niña evidentemente confundida. —Pues claro que no, porque las niñas duermen de noche, ¿O me equivoco? — objetó la luciérnaga, al notar que el rostro de su acompañante seguía igual de perplejo explicó con más cuidado —Todo lo que duerme de día vive de noche, los espíritus de todos los seres salen y hacen lo suyo, ¡A!, pero hay que tener cuidado si no pertenecieras al mundo de la noche, porque también hay chaneques, ¡Y hasta duendes!, algunos se ven como niños, pero no son, y otros ni forma tienen. luego se pasean nahuales de un lado a otro, ¡Y has de imaginarte cuanta cosa más!, por eso los niños tienen hora de dormir, para que descansen bien, y no se topen con nada de eso, por cierto, que creo que ya no tardan en llegar.

—Pues mejor será que me vaya a casa—decidió Izamal medio pálida.

—Hasta luego niña alta, y Asegúrate de que tu vela te dure todo el camino de regreso, el fuego mantiene lejos a los malos espíritus— Se despidió la luciérnaga. Izamal estaba que corría, dando tumbos, apenas si pudo recuperar el sigilo para meterse en silencio a su cama, cerrar la ventana y caer redonda. A la mañana siguiente abrió los ojos que sentía pesados, convencida de que todo había sido un sueño increíblemente nítido, hasta que la vela consumida del candil la disuadió de lo contrario.


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