La mejor manera de canalizar mi vocación fue ardua, después de todo. Tuve que encontrar empleo en aquella perrera. Recibía amoroso a cada uno de los peludines. Los bañaba, alimentaba y cuidaba con tesón. Me ganaba su confianza.
Cuando habían pasado allí demasiado tiempo sin una adopción probable, mis compañeros no se sentían capaces. Yo daba un paso al frente. Los acariciaba con ternura tras inyectarles la primera dosis sedante. Los abrazaba. Observaba su mirada ausente mientras caían en un sueño del que no habrían de salir. Me acercaba entonces a sus orejitas peludas y susurraba: “Muere, hijo de perra”.
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