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Deslenguados

Actualizado: 7 jun 2022


Eran sobre las de la seis de la madrugada cuando alguien llamó vehementemente al timbre del porche. Tras levantarme bastante contrariado porque hacía una hora que había regresado de fiesta y estaba cansado, me encaminé hacia la puerta mientras me limpiaba las legañas de las carúnculas de los ojos. Me asomé a través de la mirilla y, allí, sin entender por qué, se encontraba una chica joven, más o menos de mi edad, con la cabeza orientada al suelo y la mirada perdida. Intentó comunicarse conmigo entre balbuceos imperceptibles y le requerí varias veces que me dijera su nombre y el motivo de su visita, sin embargo, no hubo respuesta. Después de un rato de espera, usé de nuevo la mirilla. No se había movido y decidí entonces regresar a la cama, no iba a estar plantado en el pasillo observando a una graciosa o a una perturbada. O vete a saber qué. Cuando trataba de acomodar el cuerpo para continuar durmiendo, un golpe en la puerta me sobresaltó, uno enérgico, de esos que se propinan para provocar o asustar a alguien. En mi caso, era una mezcla de ambos sentimientos, pues deseaba abrir para reprender a la responsable, pero me contenía el hecho de no saber nada acerca de la mujer. Tragué saliva y miré por tercera vez, para advertir con alivio, que se había marchado. Para mayor seguridad, corrí el cerrojo y giré todas las vueltas de llave. Nunca está de más ser precavido. Con los nervios, no era capaz de conciliar el sueño y fui a sentarme al sofá del comedor para liberarme de mis inquietudes con la televisión. Una vez estuvo encendida y sin haberlo seleccionado, el canal de mi último visionado cambió misteriosamente a uno de noticias, mas no le di importancia debido a que, mi atención, fue acaparada por el caso sobre el que se informaba: el cadáver de una joven aparecido a la orilla de un río, semidesnudo y con la lengua arrancada de cuajo. Al ver la foto de la víctima, mi sentido común me impedía creerlo y me dio un vuelco el corazón. Regresé corriendo a la mirilla, pero ella no había vuelto y apoyé la frente en la puerta. Resoplé. Me mantuve en esa posición mientras intentaba evitar un ataque de ansiedad. Cuando me giré para regresar al comedor con la intención de seguir informándome sobre tan macabro hallazgo, me di de bruces con un rostro pálido y unas fauces carentes de lengua. ¡Era ella! Con un grito ahogado, me cubrí los ojos con las palmas de las manos y me apoyé en la pared. «¿Por qué yo?» «¿Quién te ha hecho esto?», pregunté sin atreverme a mirar. Rompí a llorar de impotencia, de miedo e incluso de pena. «Abre los ojos», me dijo una voz suave que supuse suya. Tímidamente fui separando los dedos para observar entre ellos y allí ya no había nadie más. Aparté las mano definitivamente y, a escasos centímetros de mi rostro, divisé con horror un instrumento de metal levitando en el aire: unas tenazas cubiertas de sangre reseca. Segundos después, percibí una brisa de escalofriante aliento y su voz me preguntó: «¿Acaso ya has olvidado que fuiste tú?, ahora te toca a ti».

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