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No hacía mucho la situación era bien distinta, el tráfico rodado se había apoderado de toda la ciudad y la gente se desplazaba en coches particulares como la cosa más normal del mundo. Se aparcaba en doble fila, encima de las aceras, en los pasos de cebra y cualquier sitio, sin respetar a los peatones, cada vez había más concesionarios de vehículos y marcas de coches nuevos, se batían récord de ventas como el que bate huevos para hacer una tortilla. La situación era humanamente insostenible. Ni el centro de la ciudad se respetaba, ni el casco histórico, ni los cinturones exteriores podían con la carga de vehículos.
Entonces si que era una situación caótica y en extremo peligrosa. Los llamamientos de la OMS (Organización Mundial de la Salud), caían en saco roto y los niveles de contaminación se superaban todos los días, siendo el tráfico rodado el principal culpable de esta forma de vida tan denigrante. Por fortuna, los términos se fueron invirtiendo, el asfalto fue dejando sitio a las zonas verdes, a las sendas peatonales y del carril bici de antaño, pasamos al carricoche – como es conocido popularmente el tramo de vía por el que circulan los vehículos públicos y los privados con autorización especial. El resto del vial está destinado a la circulación de bicicletas, que disponen de modernos intercambiadores donde se puede dejar el vehículo de dos ruedas para tomar el tren y desplazarse a cualquier punto del área metropolitana.
También se puede, dado el caso, llevar el vehículo en el tren, pero siempre hay quien prefiere dejarla porque en su punto de destino tiene enlaces fáciles, puede caminar o incluso dispone de algún servicio de alquiler con el que completar su recorrido. Las tiendas de coches tuvieron que reconvertirse y dedicarse a vender bicicletas y complementos para el usuario, ofrecer rutas turísticas por distintos puntos de la ciudad, y regalar bonos canjeables por viajes en tren hasta la sierra más próxima. Las motos con escape o sin escape pasaron a la historia, desaparecieron, hasta dejaron de promocionar las carreras de los domingos, los grandes campeones cayeron en desgracia cuando estalló el gran escándalo del timo televisivo. Los jóvenes perdieron la ilusión por emular a sus ídolos, y no veían mal desplazarse de un lado a otro pedaleando.
Descubrieron que hasta se podía ligar moviéndose en bicicleta. Todos los establecimientos colocaron en sus puertas atractivos aparcamientos para que resultase más cómodo y seguro llegar, dejar el vehículo articulado ligero y entrar en la tienda. Aquello de ciudad saludable, se hizo realidad. Pero al sargento Bueno le había tocado la parte del melón menos dulce, por no decir la más amarga de esta nueva civilización, y tenía que dar la cara delante de sus muchachos, que pedían soluciones que a veces costaba trabajo conseguirlas.
Pasarse tantas horas en la calle procurando que el tráfico funcionase como es debido, y nadie sacara los pies del plato, era poco menos que imposible en una ciudad de más de un millón de habitantes, que se dice pronto. Los más ágiles, resueltos y preparados cumplían esa ingrata tarea de poner orden allí donde fuese menester, y sobre la marcha y coordinados por su abnegado jefe resolvían todos los asuntos que tuvieran que ver con los inconvenientes del tránsito de personas y vehículos, pero hay gente que van por la vida saltándose cuanta norma se haya establecido y luego surgen los conflictos.
—Mi sargento, que aquí hay uno que ha colocado el coche en mitad de la calle y dice que no lo mueve porque no le da la gana.
—Pues muévalo usted, agente.
—Lo tiene bloqueado y como no venga la grúa.
—Agente ¿Cómo se llama usted?
—Severiano Pérez, mi sargento.
— ¿Qué número de placa tiene?
—Veinticinco mil diecisiete, mi sargento.
— ¡Aja! Ya lo tengo. Pues según su expediente, que estoy viendo en pantalla, hace tres meses le ocurrió un caso semejante en la Plaza de San Andrés y que yo sepa no tuvo usted que recurrir a ningún superior para resolverlo ¿Lo recuerda?
— ¿En la Plaza San Andrés? ¡Ah! Ahora recuerdo, tiene usted razón, mi sargento.
—Pues no me entretenga que está la tarde muy movidita, agente Pérez. ¡A su trabajo!
—A la orden, mi sargento.
El sargento Bueno se las pintaba como nadie para conseguir que todo fuese una balsa de aceite en el diario discurrir de la gente de la ciudad. Lejos quedaron aquellos tiempos en que se pasaba todo el día trazando esquemas y dibujos de todos los accidentes que ocurrían en la ciudad relacionados con el tráfico. Ahora la gente parecía como más civilizada, se movía de un lugar a otro caminando como si lo hubiesen hecho toda la vida, con pequeñas bolsas de compras, entrando y saliendo de los tranvías con toda la normalidad del mundo.
Otros se trasladaban en bicicleta haciendo sonar su timbre de vez en cuando para evitar incidentes, y los menos se empeñaban en seguir utilizando el vehículo privado para ir a todas partes, en lugar de dejarlo en las zonas habilitadas para el intercambiador modal o en la puerta de su casa que es donde mejor estaría. Surgían conflictos derivados del estado nervioso, por no saber que hacer con el coche y entonces es cuando tenían que intervenir los agentes de la policía municipal y en casos extraordinarios hasta el mismo sargento. “Pero peor estábamos antes – como le decía Benita a su esposo –“, que daba miedo salir a la calle y encontrarte con una zanja y otra y una calle cortada por obras de acometidas y otra por construcción, en la que el camión hormigonera no deja pasar ni al carrito de la compra. Ahora por lo menos no están los coches y aunque siguen las zanjas, se puede andar por ahí sin necesidad de dar rodeos para llegar hasta donde quieres.
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