Conticinio, la hora bruja
- Miguel Marqués
- 11 jun 2021
- 2 Min. de lectura
El silencio de la noche se vive de verdad en los pueblos de montaña, lejos del murmullo del tráfico y del arrullo de las olas del mar. En las noches despejadas, de las estrellas brota un silencio que parece provenir de algún lugar más allá de nuestros pasos.
Recuerdo las noches de mi adolescencia en aquella aldea. Las casonas blasonadas del centro histórico acallando mis pasos en los portones de madera. Si alargaba la última copa, cuando cruzaba la Plaza Mayor de vuelta a casa el silencio solía ser mi único compañero. Era el conticinio, el vértice en el que la noche se parte antes de engendrar un nuevo día.
Un sábado salí borracho y cantarín de la única discoteca del pueblo. Para cuando llegué a la plaza, el río cercano la había invadido con una niebla espesa y mantecosa. Al silencio de la noche se unía tan solo el sonido amortiguado de mis pasos. El halo azulado de la bruma envolvía todo.
Me paré desorientado, me sentía en alguna otra dimensión. Sin asidero y sin ver hacia donde me dirigía estuve a punto de echarme al suelo y seguir a gatas.
Uno no sabe bien cuando la realidad se rompe y pasa un umbral de hierro a otro mundo. Este en el que me vi inserto sin previo aviso parecía blando, azul y confuso. En un momento el mundo se fragmenta y gira. Por los resquicios surgen fantasmas.
Fue entonces cuando un jirón de nube se desprendió y pude ver la torre de la iglesia. Quizá todo fuera mi imaginación. El reloj del ayuntamiento comenzó a sonar. Eran las tres de la mañana. Respiré aliviado y seguí mi camino.
No me percaté en ese momento de que las agujas del reloj habían comenzado a moverse en el sentido opuesto al acostumbrado.

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