El callejón de los pobres está limitado por los ventanales blindados de dos entidades bancarias de reconocido prestigio. En él suelen sestear algunos indigentes, sentados en los bancos de forja; ocupan tan sólo la tercera parte, ya que la separación entre los asientos hace imposible la postura decúbito supino, salvo para casos excepcionales de mendigos faquires, que son los menos. El frescor que proporcionan las acacias y la visión del agua en la fuente colindante sirven de reposo ideal. Tiene el pequeño inconveniente de que cuando llega el autobús de línea, éste forma una pared disuasoria para que la estancia en el lugar no se prolongue demasiado. Con el motor en marcha, el tubo de escape expele tal cantidad de humo procedente de energías limpias, eso sí, que es mejor fumarse una caja de cigarrillos antes que permanecer allí más de dos horas. Cuando el conductor decide que es el momento de marcharse, los oídos experimentan un alivio como si de repente una ola marina hubiese llegado al filo de la acera.
Dos mujeres con bolsas colgadas en los brazos, al modo de percheros humanos, deciden darles un descanso a los sufridos pies y se sientan. Una de ellas extrae de su bolso un pequeño álbum de fotos y se lo muestra a la otra.
Los niños con sus gorras caladas hasta los ojos corrían alrededor de la fuente sin miedo a sufrir un resbalón y sin pensar en la importancia de aquel día para la ciudad: tenía lugar la visita del Rey. Habían permanecido en sus casas sin poder salir, debido a las inclemencias meteorológicas, así que ahora que sus padres les permitían desahogarse en la plaza no iban a andar con remilgos por una mojadura más o menos. El color rosa de sus camisas o de sus calzas era un inconveniente, aunque al cabo de un rato sudando y refregándose por aquí y por allá, lo del color era lo de menos, lo de más era poder secar aquellos trapos con el tiempo metido en agua como estaba. Sólo había una niña en el grupo de infantes, tal vez la más revoltosa de su casa, a la que no había manera de tenerla sujeta. Participaba de los juegos y la cinta azul celeste que llevaba alrededor de su cintura, de tanto pasar por las manos de sus compañeros de juego, arrastraba por el suelo como la cola de un pavo real que participase con ellos. De vez en cuando paraban, fijaban sus ojos en la musa de la fuente, hasta que alguno empujaba a otro y, a la voz de “no me coges”, comenzaba de nuevo la persecución de la liebre. Les llamaba la atención la aparición de aquellos monjes cartujos, embozados en sus capuchas, así como la aglomeración de personas que se arremolinaban alrededor de ellos en busca de algo que comer.
La niña con un fondo de ojos semejante al de su cinta, vivía prendada del más intrépido de sus amigos. Él, algo mayor que ella, aprovechaba cualquier momento del juego para tocar sus brazos, sus cabellos, o sencillamente conseguir que estuviese a su lado. Todos los demás se daban, cuenta y les llamaban “los novios”. Un día se prometieron, se dieron un beso en los labios a escondidas de los demás y sellaron con eso un pacto secreto que según ellos habría de durar toda la vida. Pero el tiempo pasó y las promesas de la edad temprana se fueron diluyendo como el recuerdo de las inundaciones o las correrías de ida y vuelta por la plaza del Pacífico. Él se casó, se marchó de la ciudad y nada sabía de ella, que había permanecido en su misma casa sin llegar a otra forma familiar distinta a la que tenía.
A la edad de treinta años quiso el destino que él regresase a la ciudad que lo había visto nacer y que una tarde cualquiera de un día cualquiera se encontrase mirando a la musa que culminaba la fuente, donde siendo un niño jugaba con sus amigos y ella estuviese sentada en un banco extasiada con el sonido del agua; en sus manos tenía una cinta de seda azul a la que daba vueltas y más vueltas. El joven reparó en este detalle y esto le hizo recordar sus primeras andanzas amorosas. En un momento en que la joven quedó sola en el banco, aprovechó para sentarse a su lado y en un descuido, mirarla a la cara. No se lo creían, pero terminaron por darse cuenta que él era Pablo y ella Helena, los dos niños que un día se juraran amor eterno.
Bastaron unos minutos para sintetizar un largo periodo de veinte años, donde poco o nada habían sabido el uno del otro. A partir de ese instante recobraron con ardor ese capítulo de sus vidas que había quedado interrumpido sin que nadie pudiese explicárselo e iniciaron una relación fuera del dominio público de sus familias. Pablo acababa de tener una hija, a pesar de lo cual no quería renunciar a Helena por nada del mundo, y a ella nada le importada con tal de estar con él. Fruto de su pasión, del ardiente amor que se profesaban fue el nacimiento de una niña. Nadie supo quién era el padre y menos aún con los convulsos años que se aproximaban donde el callejón de los pobres se convirtió casi en un campo de refugiados y en la copa de las palmeras blandía al cielo un día una bandera y otro día otra.
Sonaron tambores de guerra y Pablo fue una víctima más del fratricidio reinante. Helena se quedó sola con su hija, sin que le faltase arrojo para sobrellevar tiempos de tanta zozobra.
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