En búsqueda de cambios, tras una separación anticipada por todos menos por ella, María Dolores, leyó en una revista que, en la comida vegana hallaría todo para ser feliz.
Reparó en una tienda cercana que publicitaba cuanto deseaba.
Frecuentó el negocio. Fue conociendo a los empleados, eran atentos, compartían recetas de comidas y qué ingredientes comprar.
A menudo, entre góndolas o en línea de heladeras, encontraba a un caballero de rasgos étnicos agradables, piel acerada, ojos verdes. Saludaba con una pequeña inclinación de su cabeza y desaparecía.
Convencida que la elección del nuevo estilo de alimentación la beneficiaba en todos los aspectos, intensificó las compras. El volumen fue tal, que le resultaba imposible trasladarla sola. Al instante, el caballero ofreció ayuda. La distancia que separaba el comercio de la casa fueron testigos de un diálogo animado. Antes de retirarse, llegó la pregunta de rigor y el samaritano pasó a tener nombre: Gonzalo.
María Dolores, consultó porqué siempre lo encontraba en el Market. Supo que estaba frente al dueño, un ayudador compulsivo, pero de perfil bajo. Agradeció la amabilidad, trató de ahondar en esos ojos verdes y los ahuyentó.
Ubicada sobre el tablero de dibujo en el trabajo, diseñó prendas de una nueva colección. Sin saber bien porqué, todos los modelos portaban el rostro de Gonzalo.
Tres días más tarde volvió a repetir una compra voluminosa, El propietario apareció como por arte de magia. Esta vez durante el recorrido hablaron de vida sana y viajes.
Ella, solicitó un trueque: favor por café. Gonzalo aceptó. Observó el buen gusto de la decoración. Intentó adivinar algunos significados del “Feng Shui”, al acercarse al balcón divisó jaulas con pájaros. Comentó que habían nacido libres y así debían conservarse. Ella contestó que en su familia siempre existieron jaulas y pájaros. Colocó las tazas sobre la mesa, como al descuido intentó sacar una pelusa del suéter del hombre, Gonzalo, intentó detener el gesto sobreprotector. El roce fue mariposa y terremoto. Ninguno sabía que cabían tantos temblores en dos manos. Ninguno había experimentado tantos besos de la piel. Hasta que entrelazaron los dedos y ya nada regresó al mismo sitio en sus vidas.
Febrero fue un mes creativo, cinematográfico, explosivo. Marzo transcurría perfecto. El clima, los parques, los picnics, las risas, la vida.
Ella hizo un regalo simbólico. Un cepillo de dientes que, hacía juego, con los cerámicos de su baño.
Gonzalo tenía un dormir tranquilo, rara vez soñaba, no roncaba. El dormir de María Dolores era sobre vagones de tren, con fondos de película de suspenso, a veces aparecían diálogos ininteligibles, otras estremecimientos. Provenía de un pasado familiar de infancias rotas, mujeres atormentadas, un marido maltratador, abandónico. Él la abrazaba con ternura, la respiración se normalizaba.
Una mañana, Gonzalo salió al balcón, todas las jaulas lucían puertas abiertas.
Fue la mañana del día en que ocurrió lo que ocurrió. Que a Gonzalo lo llamaron de Atocha. Que quedó tieso preguntando cosas al teléfono empapado.
Regresó al departamento sin encender la luz, esquivó de memoria la mesa del comedor, las sillas, en el pasillo, la estufa. Guardó todas sus pertenencias en la maleta. No obstante, al cerrarla, debió ejercer una presión importante. En un día normal, le hubiera llamado la atención. Ese día no. No se percató al cerrarla que, los fantasmas de María Dolores también se habían enamorado de él.
La frase final un buen colofón al relato, un saludo