Calíope (2)
- J.R.Infante
- 16 ene 2024
- 2 Min. de lectura

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Las dos mujeres se miran con timidez a los ojos, pretenden mostrarse fuertes, desvían su atención señalando a uno u otro nieto que en nada se parecen a los que se encuentran en las imágenes. Se enjugan las lágrimas, tragan saliva y con manos temblorosas pasan las páginas del álbum.
A veces dudan del año al que pertenece alguna que otra foto, se esfuerzan por recordar la existencia o no de las palmeras, cuando plantaron los magnolios o el cambio de ubicación de los asientos de forja.
La plaza que en su día recordara a los integrantes de la armada que combatiera en aguas americanas, pasó luego a tener un nombre mucho más cercano a los transeúntes ocasionales que pasaban por allí, o bien a los vecinos que en ella convivían. El general Franco estampó su firma en un recinto que aún conservaba el pedestal de tritones y la taza que antaño formaran la fuente de Neptuno. Los niños corrían alrededor de la fuente sin miedo a sufrir un resbalón, pero sin gorras caladas, sin prendas rosas. Y entre ellos una niña destacaba por sus ganas de participar en los juegos, siempre estaba corriendo de un lado a otro, convirtiéndose en heroína, relatando leyendas que leía en grandes tomos que tenía en su casa. Era un rayo. Fue bautizada como Helena, aunque su padre, al que apenas conoció, la llamaba Calíope. Alrededor de su cintura solía llevar siempre una cinta de color azul celeste que le ponía su madre antes de salir de casa. Ella se quejaba, decía que sus amigas usaban otras de color rosa, que aquella era de niños, pero le duraba poco el enfado porque enseguida se enfrascaba con sus juegos y se olvidaba de ello; otras veces, sin embargo, optaba por quitársela y guardarla hasta volver a casa.
No muy lejos de allí, en otra plaza, jugaban otros niños y entre ellos otra Calíope destacaba por la facilidad de palabra delante de sus amigos. Su madre nunca la llevaba cerca del callejón de los pobres, le tenía prohibido que se acercase por allí, lugar de encuentro de maleantes y donde podía sufrir alguna desgracia. Su padre le contaba historias sobre la mitología griega, sobre la hija de Zeus, sobre el origen de su nombre, sobre el amor entre hermanos… aunque fueron tan cortos esos momentos, tan pocas las horas de convivencia…
Una de ellas habla de sus biznietos. La otra se pone las manos en la cabeza. Cruzan una profunda mirada y de nuevo afloran lágrimas como si se hubiese roto el cántaro de contener agua salina. Se estremecen, un sentimiento desconocido se apodera de ellas, pero superan el momento y continúan señalando el discurrir de toda una vida en imágenes impresas y pegadas en un muestrario. Casi no se atreven a pronunciar su nombre, mucho menos a ponerse en situación. Recurren a la foto de algún hijo o nieto para tratar de hallar en su rostro algún signo de identificación con el pasado. La manera de abrir y cerrar los ojos, el mechón rebelde que sólo el agua aplacaba, el tono de voz, la forma de caminar…
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