Ella se solía perder bajo la enramada del patio grande. Jugaba a mirar el cielo a través de ese techo vegetal. Observaba con atención como las manchas de luz se movían por sus manos y por su ropa, como el brillo del sol aparecía y desaparecía entre las nervudas hojas de la higuera. Se deslizaba sin prisa entre las parras y cerraba los ojos buscando con el olfato los limoneros al fondo de la finca.
A primera hora de la tarde dormitaba junto al tronco de alguno de los árboles más viejos y repasaba con los dedos los nudos de su tronco: aquí hubo en su día una rama, pero ya no. Fue arrancada y la vida desapareció de su talle.
Después de razonar así, a veces, sólo a veces, llevaba los dedos a la cicatriz que conservaba en su vientre: aquí hubo en su día vida, pero ya no.
Dejaba en esos ratos que su pelo suelto le tapase el rostro y, en completa soledad, lloraba sin hacer ruido. Mientras el sueño la vencía poco a poco.
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